“¡Es tu madre, así que es tu responsabilidad!” dijo él, pero ella ya estaba harta.
Lucía abrochó la chaqueta de su hijo, apretando los dientes para no dejarse llevar por la irritación que crecía en su interior. Otra visita obligada a su suegra, una mujer con la que nunca había congeniado. Desde el principio, su relación había sido tensa.
Carmen López había decidido hace tiempo que Lucía no era la esposa adecuada para su hijo. No importaba lo que hiciera, siempre había una crítica, un reproche, un resentimiento.
Lucía, ¿qué pasa ahora? suspiró Javier, observando su expresión molesta. No tienes ganas de ir, ¿verdad?
Lucía resopló y negó con la cabeza.
¿En serio me lo preguntas? ¡De verdad, Javier! ¡Sabes perfectamente por qué no quiero ir!
Sus ojos brillaban de furia.
¡Otra vez me va a sermonear, a criticarme, a buscar problemas donde no los hay! ¡Otra vez dirá que crío mal a nuestro hijo! ¡Y a ella no le importa que yo trabaje, que lleve toda la casa, cocine, limpie y pague todas las facturas! ¡Yo mantengo a esta familia, Javier!
Pero si estás todo el día en casa murmuró él, encogiéndose de hombros.
Lucía entornó los ojos.
¿En serio? ¿Crees que me quedo mirando a la pared? ¿O que el dinero cae solo en la cuenta?
Yo también trabajo refunfuñó él, ofendido. No es mi culpa que gane menos.
La verdad era que Lucía, como diseñadora, ganaba el triple que él. Ella cargaba con toda la responsabilidad económica.
¿Podrías ir tú solo? preguntó con esperanza.
Lucía, ¡hoy es el Día de la Madre! ¡No puedes ignorarla así!
Apretó los labios y terminó de vestir a su hijo. Dos horas después, ya estaban en casa de Carmen.
En el salón, como siempre, les esperaba Marta, la sobrina de Javier. Lucía había notado hacía tiempo que Carmen la trataba como a una princesa, mientras que a su propio nieto apenas le hacía caso. Pero no era de extrañar: los padres de Marta habían muerto cinco años atrás, y Carmen la había acogido.
Alrededor estaban las hermanas de Carmen, tomando café y riendo a carcajadas.
Entonces, de repente, llegaron las palabras que lo cambiaron todo.
He tomado una decisión anunció Carmen. Le dejo mi piso a Marta. Javier, tú ya tienes tu casa.
Javier ni siquiera reaccionó. Solo asintió.
Unos días después, los papeles estaban listos. El piso pertenecía oficialmente a Marta, con la condición de que solo se mudaría después de la muerte de su abuela.
Pero el destino tenía otros planes.
Un derrame cerebral dejó a Carmen completamente indefensa.
Tenemos que mudarnos con ella dijo Javier. No puede valerse sola.
Lucía sintió un nudo en el estómago. Ya sabía lo que significaba.
Ella tendría que darle de comer, cambiarla, bañarla y todo eso mientras seguía trabajando y criando a su hijo.
Pero no dijo nada.
Pasaron semanas, y Lucía no tuvo un momento de descanso.
Hasta que, una noche, estalló.
Javier, el piso de tu madre es de Marta. ¿No debería ocuparse ella?
Marta está estudiando, Lucía. Y tiene novio. ¡No puede traerlo aquí!
Lucía soltó una risa seca, amarga, incrédula.
Javier, ¡ya no puedo más!
Él cruzó los brazos.
Ah, ¿así que ya te cansaste?
Sus manos temblaron.
¡Me ahogo con todo esto! Tú, tu madre, nuestro hijo, mi trabajo ¡ES DEMASIADO!
Pero si trabajas desde casa replicó con una sonrisa burlona.
Su mirada se tornó helada.
¿Y qué? ¿Crees que no es un trabajo de verdad?
Su corazón latía descontrolado.
¿Sabes qué? ¡Ahora TÚ te ocuparás de tu madre!
Es mi madre, pero tu suegra. ¡Es tu deber! ¿Quieres que la lave yo?
Silencio.
Entonces Lucía habló con voz tranquila, pero gélida:
No te debo nada.
Javier resopló.
¡Pues contrata a una cuidadora!
¿Ah, sí? ¿Y tú la pagarás?
¿Por qué tendría que pagarla yo?
Pues entonces no habrá cuidadora.
Cruzó los brazos.
Puedes pagarla con la pensión de tu madre. O ¿con tu sueldo?
El rostro de Javier se contrajo de ira.
¡Entonces, ¿para qué quiero una esposa?!
Y ese fue el momento.
Algo en Lucía se rompió para siempre.
Todo quedó claro.
Javier solo se había aprovechado de ella todos esos años.
¿Y Marta? No fue a ver a su abuela ni una sola vez.
Esa noche, Lucía no pudo dormir.
A la mañana siguiente, ya sabía lo que tenía que hacer.
Cuando Javier salió a trabajar, hizo las maletas, tomó a su hijo y se fue.
Dejó un mensaje y luego bloqueó su número:
*”No voy a cargar con esto sola.”*
Esa tarde, Javier apareció furioso.
¡Vuelves o pido el divorcio!
Lucía esbozó una sonrisa leve.
Pues presenta los papeles. Ya iba a hacerlo yo.
Por primera vez, Javier se quedó sin palabras.
Pero ella no esperó disculpas. La decisión ya estaba tomada.
Un mes después, el divorcio era un hecho.
Javier nunca admitió su error.
¿Y Lucía?
No se arrepintió ni un segundo.
Seis meses más tarde
Lucía recibió la noticia.
Carmen había fallecido.
¿Y Marta?
Sin ningún remordimiento, echó a Javier a la calle.
Y solo entonces, él lo entendió.
Lo había perdido todo.







