¿Es realmente mi hijo?

Con una mezcla de ansiedad y alivio, Paulina subió al segundo piso de la oficina sin cruzarse con nadie. Prefería evitar las miradas compasivas, los interrogatorios disfrazados de interés. Se refugió en su despacho con prisa, deseando un momento de paz.

—Paulina, por fin —la saludó la señora Carmen, su compañera de siempre—. ¡Lo que está pasando aquí! A don Antonio lo jubilaron y pusieron a un director nuevo, joven pero severo. Va despidiendo a todos los mayores. Me temo que pronto me tocará a mí. ¿Cómo sigue Sergio? ¿Alguna mejoría?

Paulina se sentó frente a su escritorio, recorriendo con la mirada el lugar que conocía tan bien. Notó que Carmen la observaba, esperando una respuesta.

—Por favor, doña Carmen. Si despide a todos, ¿quién va a trabajar? A mí me echarán antes, con tantas bajas por lo de Sergio. Necesita un trasplante de médula y no tengo el dinero. Pedí ayuda a fundaciones benéficas, pero hay lista de espera. Los médicos dicen que es urgente, y además hay que encontrar un donante. Yo no sirvo, y mi madre ya es mayor…

—Dios mío, ¿por qué tanto sufrimiento para un niño inocente? —Carmen se compadeció—. ¿Y el padre de Sergio? ¿No has intentado localizarlo?

—¿Y si lo encuentro? No creo que quiera ser donante. La operación no es sencilla. Además, ¿por qué iba a creer que Sergio es…?

La puerta se abrió bruscamente. Era Lourdes, de recursos humanos. Ambas mujeres la miraron, intuyendo malas noticias.

—Me dijeron que habías vuelto. Paulina, sé que estás pasando por mucho, pero hay una orden… —vaciló.

—Dígame —respondió Paulina, pensando para sus adentros: «Ya está, lo presagié».

Lourdes bajó la mirada, buscando el apoyo tácito de Carmen.

—¿Qué, el director nuevo quiere despedirme también? Ni hablar. —Paulina se levantó con tal brusquedad que casi derriba a Lourdes, que no tuvo tiempo de apartarse. Salió del despacho sin mirar atrás.

La secretaria le gritó algo, pero los tacones de Paulina ya resonaban lejos. Los empleados que llegaban tarde la saludaban, pero ella no los veía. «No lo permitiré. Que no se atreva…», repetía mentalmente, furiosa.

Al llegar a la recepción, se detuvo al ver a una joven impecable, como sacada de una revista de moda, ocupando el lugar de la antigua secretaria.

—¿Dónde está la señorita Rosa? —preguntó Paulina sin esperar respuesta. Avanzó hacia la puerta del director y la abrió de golpe.

—¡No puede entrar! ¡Hay reunión! —la joven intentó detenerla, pero Paulina ya había traspasado el umbral.

Se quedó paralizada en el marco de la puerta. La secretaria se coló delante, balbuceando excusas.

—No es mi culpa, don Pablo. Ella entró sin avisar…

—Basta, Elena. Puede retirarse —la cortó el director, y la chica desapareció—. Adelante, ¿en qué puedo ayudarla?

Paulina lo reconoció al instante, aunque hacía más de doce años de su último encuentro. Él, en cambio, no pareció recordarla. Primero sintió rabia, luego confusión. Finalmente, pensó que quizá era mejor así.

—Siéntese, por favor —indicó él con gesto profesional.

Paulina se acercó pero no aceptó la silla.

—Soy Paulina Martín, del departamento de marketing —dijo con firmeza, esperando que el nombre le resultara familiar—. ¿Con qué derecho quiere despedirme? Mi hijo está enfermo, necesito acompañarlo en el hospital. Don Antonio lo entendía, incluso me ayudaba económicamente. Trabajaba desde casa…

El director la escudriñó sin disimulo, reclinado en su sillón de cuero. Ella se sintió intimidada, perdió el hilo y calló. «Don Antonio tenía un sillón normal», pensó, irritada consigo misma.

—Me dijeron que su hija estaba enferma. Lo siento, pero su ausencia constante perjudica al equipo. ¿Le parece justo? —habló con tono condescendiente, como si regañara a una niña.

—Es mi hijo —lo corrigió Paulina.

—¿Perdón?

—Tengo un hijo, no una hija —repitió—. Está muy grave. Si me despide, no tendremos cómo sobrevivir. —A pesar de su esfuerzo, la voz le tembló.

—¿Usted tiene hijos? ¿Una madre? Si enfermaran, ¿iría tranquilamente a trabajar o haría lo imposible por ayudarlos? —Paulina recuperó la compostura y lo miró de frente.

—¿Qué tiene su hijo? —preguntó él, sin mucho interés.

—Leucemia. ¿Sabe lo que es? —desafió Paulina, con un nuevo temblor en la voz.

—Dígame, ¿nos hemos visto antes? Su rostro me resulta familiar —él esperaba una respuesta.

Paulina no estaba preparada. Dudó, pero la pausa se alargó peligrosamente.

—Estudiamos en la misma universidad, en grupos paralelos. ¿Recuerda? Nochevieja… Fui a ver a una amiga a la residencia. Usted tocaba la guitarra, luego… —se ruborizó y bajó la mirada.

—¿Paulina?

«Por fin. Ahora lo recuerda. ¿Y después qué pasó?», pensó con ironía.

—No te reconocí, perdón —cambió al tuteo—. ¿En qué puedo ayudarte?

—No me despida. Mi hijo necesita el trasplante. No sé qué hacer —Paulina cubrió su rostro, ocultando las lágrimas.

—Entonces no tienes marido —afirmó Pablo.

Ella separó las manos y lo miró fijamente. Un silencio cargado de significados. Él se levantó, rodeó el escritorio y se acercó.

—Dime, ¿es mi hijo?

—No —respondió rápido, temiendo que creyera que pretendía chantajearlo o endosarle un hijo del que nunca supo.

—¿Y su padre?

—¿Qué más da? ¿Puedo irme? —recuperó la serenidad y se dirigió a la puerta.

—Pensaré en cómo ayudarte —le dijo al verla marchar.

De vuelta en su despacho, Carmen la interrogó con la mirada.

—Todo bien —respondió Paulina, exhalando hondo.

—Menos mal. No será tan mal tipo. Al fin y al cabo, él también tiene madre.

Paulina recordó aquella Nochevieja caminando por la ciudad nevada, las luces titilantes en los escaparates, el beso frente a su portal. Sus labios sabían a chocolate. Después, el café en su casa, la guitarra, su voz…

Las compañeras decían que su familia era influyente, que había rechazado estudiar en su ciudad para evitar favoritismos. Las chicas lo rodeaban, pero ninguna logró conquistarlo. Hasta aquella noche, cuando Paulina creyó, ingenuamente, que era diferente.

Tras las vacaciones, él no regresó. Rumores de problemas familiares, un traslado. Cuando supo del embarazo, no lo buscó. Orgullosa, lloró en silencio. Cambió a estudios nocturnos, crió a Sergio sola.

Nunca imaginó este reencuentro. Y menos así: él como director, ella al borde del despido. «No importa —se dijo—. Haré lo que sea por mi hijo».

En casa, su madre le informó que Sergio había comido algo.

—Hija, ¿por qué nos pasa esto? —se quejó la anciana.

—No llores, mamá, que sube la tensión. Sin ti no podría —susurró Paulina.

Cenaron mientras hablaba de Pablo, omitiendo la relación. Su madre la observaba con suspicacia.

—Al menos no te despidió. Eso esA los pocos meses, bajo el cielo azul de una mañana primaveral, Pablo, Paulina y Sergio caminaban juntos por el parque, riendo mientras el niño, ya recuperado, intentaba fotografiar con su nueva cámara el vuelo de los pájaros que anunciaban el comienzo de una vida nueva.

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¿Es realmente mi hijo?