¿Es este mi hijo?

**Dime, ¿es mi hijo?**

Alicia subió al segundo piso de la oficina sin encontrar a ningún compañero, algo que le alivió. No tenía ganas de recibir miradas compasivas ni contestar preguntas. Rápidamente se refugió en su despacho.

—Alicia, por fin —exclamó Ana María, su compañera—. ¡Aquí está pasando de todo! Han jubilado a Diego Esteban y han puesto a un nuevo director. Joven pero severo. Está despidiendo a todos los que están cerca de la jubilación. Temo que pronto me tocará a mí. ¿Cómo está Javier, espero que mejor?

Alicia se sentó en su mesa, observando el despacho. Notaba la mirada de Ana María, esperando una respuesta.

—Déjalo, Ana María. Si despide a todos, ¿quién va a trabajar? A mí me despedirán antes, siempre estoy de baja por Javier. Necesita un trasplante de médula. La operación cuesta mucho dinero y no lo tengo. He acudido a fundaciones benéficas, pero hay lista de espera. Y me han dicho que hay que operarle cuanto antes. Además, necesita un donante. Yo no valgo, y mi madre ya es mayor…

—Dios mío, ¿por qué le toca sufrir tanto al pobre niño? —Ana María frunció el ceño—. ¿No has intentado localizar al padre de Javier?

—¿Y si lo encuentro? No estoy segura de que quiera ser donante. La operación no es nada sencilla. Además, no creería que Javier es…

En ese momento, la puerta se abrió y entró Lucía, de recursos humanos. Ambas mujeres la miraron con expresión preocupada.

—Me dijeron que habías vuelto. Alicia, sé que estás pasando por mucho, pero hay una orden… —vaciló.

—Dime —respondió Alicia, pensando para sí: «Aquí viene».

Lucía desvió la mirada hacia Ana María, como buscando apoyo.

—¿Qué pasa, el nuevo director quiere despedirme también? Pues no —Alicia se levantó tan bruscamente que casi derriba a Lucía, que no tuvo tiempo de apartarse, y salió disparada hacia la puerta.

Lucía le gritó algo, pero el taconeo de Alicia ya se desvanecía en el pasillo. Algunos compañeros le saludaron, pero ella no reparó en nadie. «No lo permitiré. Que lo intente. No tiene derecho…», repetía entre dientes.

Entró en la antesala y se detuvo al ver a una joven secretaria, como sacada de una revista de moda, impecable, con los primeros botones de la blusa desabrochados.

—¿Dónde está Irene? —preguntó Alicia.

La joven abrió la boca, mostrando una sonrisa perfecta. Pero Alicia no esperó su respuesta; se acercó a la puerta y agarró el pomo.

—¡Eh! ¡No puedes entrar, hay una reunión! —La secretaria intentó detenerla, pero Alicia ya había abierto la puerta.

Alicia entró primero en el despacho y se quedó paralizada en el umbral. La secretaria se coló delante.

—¡No es culpa mía, Pablo! Ella ha entrado sin avisar —balbuceó con voz aguda.

—Tranquila, Elena, puedes irte —la interrumpió el director, y la chica desapareció rápidamente—. ¿Qué desea? —preguntó, estudiándola.

Ella lo reconoció al instante, aunque habían pasado más de doce años desde su último encuentro. Y supo que él no la había reconocido. Primero sintió rabia y confusión. Luego pensó que quizá era mejor así.

—Tome asiento —indicó él, señalando una silla frente a su escritorio.

Alicia se acercó pero no se sentó.

—Soy Alicia Martínez, del departamento de marketing —dijo con firmeza, esperando que el nombre le sonara—. ¿Con qué derecho quiere despedirme? Mi hijo está enfermo y a menudo tengo que ingresar con él. Diego Esteban lo entendía y hasta me ayudaba económicamente. Trabajaba desde casa…

El director la observó sin disimulo, reclinado en su silla de cuero. Alicia se ruborizó, titubeó y calló. «Diego tenía una silla normal», pensó, enfadada consigo misma.

—Me dijeron que su hija estaba enferma. Lo siento, pero usted falta mucho al trabajo. Otros tienen que asumir su carga. ¿Le parece justo? —dijo con tono de reproche, como si hablara con una adolescente rebelde.

—Hijo —lo corrigió ella.

—¿Perdón?

—Tengo un hijo, no una hija. Está muy enfermo. Si me despide, no tendremos con qué vivir —su voz tembló, a pesar de sus esfuerzos por mantenerse firme.

—¿Tiene hijos? ¿Una madre? Si ellos enfermaran, ¿vendría tranquilamente a trabajar o haría lo posible por ayudarlos? —Alicia se contuvo y lo miró directamente.

—¿Qué tiene su hijo? —preguntó él con indiferencia.

—Leucemia. ¿Sabe lo que es eso? —retó, y su voz tembló de nuevo.

—Dígame, ¿nos hemos visto antes? Su rostro me resulta familiar —la miró expectante.

Alicia no esperaba esa pregunta. Dudó, calculando si responder, pero el silencio se alargaba peligrosamente.

—Yo… Estudiamos en la universidad, grupos paralelos. ¿Recuerda la Nochevieja? Fui a visitar a una amiga a la residencia… Usted tocaba la guitarra, luego… —bajó la mirada, ruborizada.

—¿Alicia?

«Por fin. Parece que se acuerda. Y después…», pensó con ironía.

—No te reconocí, perdona —cambiando al tuteo—. ¿En qué puedo ayudarte?

—No me despida. Mi hijo necesita un trasplante de médula. No sé qué hacer —cubrió su rostro con las manos, ocultando las lágrimas.

—Tu marido no está, supongo —afirmó Pablo.

Alicia apartó las manos y se irguió. Se miraron un instante. Luego él se levantó, rodeó el escritorio y se acercó.

—Dime, ¿es mi hijo?

—No —respondió rápido, temiendo que creyera que intentaba manipularlo, atribuyéndole un hijo que nunca había conocido.

—¿Dónde está su padre?

—¿Qué más da? ¿Puedo irme? —recuperó la compostura y dio media vuelta.

—Pensaré en cómo ayudarte —dijo él cuando ya salía.

—¿Y bien? —preguntó Ana María al regresar.

—Todo bien —suspiro aliviada.

—Menos mal. Al fin y al cabo, no es un monstruo. También tiene madre.

Pero Alicia recordó aquella Nochevieja, caminando bajo la nieve, las luces de las casas brillando como hadas. Él la besó frente a su portal. Sus labios sabían a chocolate. Luego pidió subir a tomar café. Su madre no estaba…

Tocaba la guitarra con maestría y tenía una voz envolvente. Lo había visto en la facultad, pero nunca imaginó que pasarían juntos esa noche.

Sus amigas decían que su padre era alguien importante. Él había elegido estudiar lejos para evitar favores. Muchas chicas lo rodeaban, pero ninguna logró conquistarlo.

Esa noche, la miró como si estuviera enamorado. Ingenua, se derritió por su voz, sus canciones, su beso… Después de las vacaciones, no regresó. Se rumoreó que se trasladó a su ciudad. Algo había pasado con su familia.

Cuando descubrió el embarazo, no lo buscó. Orgullosa, lloró en silencio. Ni siquiera pensó en abortar. Cambió a estudios a distancia.

Nunca imaginó que volverían a verse. Y menos así: él como director de su empresa. «¿Y ahora qué? Nada —se respondió—. Este niño es solo mío. Haré lo que sea para salvarlo…».

AlCon el tiempo, Pablo no solo demostró ser un padre para Javier, sino también el amor que Alicia merecía, demostrando que las segundas oportunidades a veces llegan cuando más las necesitamos.

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