¿Es difícil llamar a la suegra “mamá”?
Cuando Lina se casó, tenía muy claro que no llamaría a su suegra “mamá”. Sí, muchas de sus amigas usaban ese término con las madres de sus maridos, hablaban de cercanía, respeto y gratitud, pero Lina lo descartó desde el principio. «Mi madre es solo una, la que me crió y me dio la vida», pensaba, y no estaba dispuesta a traicionar esa convicción.
Su suegra, María Soler, era una mujer seria, reservada, pero no malintentenionada. Al principio, incluso ayudó a la joven pareja: con dinero, consejos, apoyo. Gracias a ella, pudieron comprar un buen coche y, con el tiempo, ahorrar para la primavera de un piso. Nunca se entrometió en sus asuntos ni impuso su opinión, pero mantenía una actitud firme y digna.
Aun así, Lina siempre mantuvo la distancia. Ni “mamá”, ni siquiera “madre”—solo “usted”, solo “María Soler”. Parecía respetuoso, educado, pero frío. Como si entre ellas hubiera un muro invisible.
Una tarde, mientras tomaban café juntas en casa de María, la suegra dijo en voz baja:
—Sabes, no hace falta que me trates de usted. Puedes llamarme María… o como prefieras.
Lina forzó una sonrisa y giró la cabeza:
—No, prefiero seguir igual. No puedo hacerlo de otra manera, lo siento…
María no insistió. Siguió habiendo paz entre ellas, pero distante. Hasta que la historia se repitió años después.
El hijo de Lina, Álvaro, decidió casarse. Su novia, Lucía, una chica cariñosa y sincera, cayó bien a toda la familia. Durante la boda, al recibir un regalo de Lina, Lucía la abrazó y susurró:
—Gracias, mamá.
Todos pensaron que había sido un lapsus por los nervios. Pero al día siguiente, Lucía volvió a llamarla así. Y entonces, algo dentro de Lina se movió. Algo que había permanecido dormido por mucho tiempo, de pronto despertó.
Había tanto cariño en esa palabra … Tanta aceptación real. Ni ella misma esperaba que le gustara tanto escucharlo. Parecía una tontería, solo una palabra. Pero sanaba. Reconfortaba.
Días más tarde, Lina sintió el impulso de visitar a María. Su marido estaba trabajando, así que cogió un taxi. Buscó una excusa—decir que le llevaba un juego de sábanas—pero en realidad, era algo más profundo.
María le abrió la puerta, la invitó a la cocina y preparó café con unos pastelitos. Se sentaron frente a frente y, de pronto, sin pensarlo, Lina soltó:
—Mamá, no corras… Tomémonos el café tranquilas, hablemos un poco.
Se quedó callada. Las palabras habían salido solas, como un suspiro. Sin preparación, sin cálculo. María—no, su madre—la miró con los ojos brillantes, llenos de lágrimas y una alegría que Lina nunca antes había visto.
No hicieron falta más explicaciones. Todo estaba dicho.
Al regresar a casa, Lina sintió un alivio profundo. Por primera vez en años, se sintió ligera, en paz. Había hecho lo que tanto había pospuesto.
Y tal vez, por primera vez, comprendió que a veces una sola palabra puede derribar el muro que levantamos durante décadas. Una palabra sencilla: “mamá”.