¡Es cruel burlarse de la gente del campo!

¡Es cruel burlarse de la gente del pueblo!

Estudié economía y hace unos meses comencé a trabajar como contable en una empresa…

Los primeros días de trabajo me llevaron años atrás, cuando me presentaba a los exámenes de ingreso a la universidad, y luego a las evaluaciones semestrales.

Nunca olvidaré cómo me miraban con burla las otras chicas—elegantes, modernas, maquilladas, altivas.

Y yo—una pobre chica del pueblo, aterrada de perder el primer tren de la mañana, confundirme con los tranvías y autobuses, y llegar tarde a los exámenes. No tenía cabeza para preocuparme de mi ropa o de mi apariencia.

Cuando entré, las cosas no cambiaron. Siempre me miraban de arriba abajo, se reían de mí cuando iba a la nieve con el único par de zapatos cerrados que tenía.

No importa de dónde seas, sino cómo eres como persona

Pasaban de largo como si fuera un objeto, mientras yo temblaba de frío y soplaba mis manos para calentarlas.

Al principio nunca me invitaban a ningún lado, luego empezaron a hacer justo lo contrario.

Siempre me llamaban para ir con ellas a tomar un café, o “a picar algo”, porque sabían que no tenía dinero y que terminaría rechazándolas.

Las burlas y ofensas de las demás me acercaron a Esteban, quien, al igual que yo, era de provincia, pobre, nada moderno, un colega que hacía lo imposible por ahorrar cada céntimo.

Con él nunca llegamos a ser pareja, pero hasta hoy somos amigos verdaderos, nos apoyamos mutuamente.

Ambos resultamos ser osados—él empezó a trabajar en Salamanca, para estar más cerca de sus padres y poder ayudarles.

Yo tuve que establecerme en Madrid, porque mi hermana vive cerca, cría sola a mi sobrina y me necesita.

Nunca antes había compartido estas experiencias con nadie.

Sin embargo, recientemente, en mi nuevo trabajo vino una de mis antiguas compañeras. Estaba arrogante y sarcástica, hasta que la puse en su sitio.

Le expliqué que los documentos que trajo estaban completamente equivocados y que incluso podían comprometer a mis jefes. Se quedó con la boca abierta, no era para menos.

Pero tras advertirle que en esta oficina no se elevaba la voz, bajó la cabeza.

Quise devolverle la burla y la humillación que me había hecho sentir junto con sus amigas, pero no pude.

Decidí que su metedura de pata y grandilocuencia eran suficiente escarmiento.

Estoy feliz de no haberme dejado aplastar por personas como ella.

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