¡Eres un monstruo, mamá! ¡No se debería traer hijos al mundo así!

**Diario de un hombre**

¡Eres un monstruo, mamá! Gente como tú no debería tener hijos.
Todo comenzó cuando conocí a mi hija Lucía. Era una joven alegre de Valladolid, estudiaba en la universidad y soñaba con un futuro prometedor. Un día salió con sus amigas a una discoteca en Madrid y allí conoció a Adrián. Un madrileño apuesto, cuyos padres estaban un año de viaje por trabajo en el extranjero. Lucía se enamoró perdidamente y pronto se fue a vivir con él.

Vivían a todo lujo, con el dinero que los padres de Adrián les enviaban. Salían cada noche de fiesta, ya fuera a bares o celebrando en casa. Al principio, a Lucía le encantaba esa vida. Pero sin darse cuenta, acumuló deudas y faltas a clase, suspendiendo los exámenes de invierno. Estuvo a punto de ser expulsada.

Prometió enmendarse y recuperar las asignaturas. Se puso a estudiar en serio. Cuando los amigos de Adrián venían, ella se encerraba en el baño. Al final, aprobó, pero intentó convencer a Adrián de que madurara. Él estaba en su último año, pronto terminaría la carrera.

—Qué más da, Luci —dijo él, despreocupado—. Solo se vive una vez. La juventud pasa volando, ¿cuándo si no vamos a divertirnos?

Lucía sentía vergüenza de confesarle a su madre que vivía con un chico sin estar casada. Cuando llamaba a casa, le mentía diciendo que ya se habían casado por lo civil, pero que la boda sería cuando los padres de Adrián volvieran.

Un día, en clase, Lucía se mareó y sintió náuseas. Al revisar su calendario, el corazón le dio un vuelvo: probablemente estaba embarazada. La prueba lo confirmó.

Como el embarazo era reciente, Adrián insistió en que abortara. Por primera vez, discutieron tan fuerte que él se fue de casa y desapareció dos días. Lucía, desesperada, lloraba sin consuelo. Cuando al fin regresó, no llegó solo: traía a una rubia borracha colgada de su brazo. Lucía, agotada por la angustia, estalló y le gritó, intentando echar a la intrusa.

—Ella no se va. Si no te gusta, lárgate tú, histérica —gritó él, y le dio una bofetada.

Ella agarró su abrigo y salió corriendo. Caminó hasta su residencia universitaria. Con el pómulo hinchado y el rímel corrido, llamó a la puerta llorando. La conserje, compadecida, la dejó pasar.

Al día siguiente, Adrián fue a pedirle perdón. Juró que no volvería a pegarle y la suplicó que regresara. Lucía, por el bien del bebé, le creyó.

A duras penas aprobó el primer curso. Tenía miedo de volver a casa. ¿Qué le diría a su madre? Pero quedarse en Madrid también le asustaba. Los padres de Adrián volverían pronto, y ella, embarazada y destrozada, no sabía cómo enfrentarlos.

Cuando llegaron sus padres, el padre de Adrián, al enterarse de que Lucía era de provincias y que apenas entraba en segundo año, le ofreció dinero para que se fuera y dejara en paz a su hijo.

—Piénsalo, ¿qué clase de padre sería él? Solo piensa en juergas. ¿Y quién te dice que el bebé es suyo? Te doy una buena suma. Tómala y vuelve con tus padres. Será lo mejor para todos.

A Lucía le dolieron esas palabras. Adrián no la defendió. Aunque luego se arrepintió, ella rechazó el dinero y volvió con su madre.

Cuando su madre la vio en la puerta con su barriga, lo entendió todo.

—¿Y por qué viniste sola? —preguntó recelosa—. Veo que no te casaste. ¿El madrileño se divirtió y te echó? ¿Al menos te dio dinero? —No la dejó pasar del recibidor.

—Mamá, ¿cómo puedes? No quiero su dinero.

—¿Y por qué viniste? Antes apenas nos alcanzaba para las dos. Pensé que habías tenido suerte, casada con un madrileño, viviendo como una reina. Y ahora vuelves embarazada. ¿Cómo vamos a caber cuatro aquí?

—¿Cuatro? —preguntó Lucía, confundida.

—Mientras tú festejabas en Madrid, yo conocí a alguien. ¿Qué? No estoy tan vieja, también quiero algo de felicidad. Te crié sola, sin tiempo para mí. Ahora es mi turno. Él es más joven. No quiero que te mire.

—¿Adónde voy a ir, mamá? Voy a dar a Luz pronto —susurró Lucía, conteniendo las lágrimas.

—Vuelve con tu “marido”. Él te dejó en este estado, que se haga cargo.

Su madre permaneció fría. Ni un ápice de compasión. Antes su relación era distante, ahora era como hablar con una extraña.

Lucía tomó su bolso y se marchó. Se sentó en un banco y lloró. ¿Adónde ir? Si hasta su madre la rechazaba, ¿quién la querría? Por un momento, pensó en tirarse bajo un coche. Pero el bebé se movió en su vientre, como si lo supiera. No tuvo valor.

—¿Lucía? —una voz la sacó de sus pensamientos.

Era Sofía Martín, una excompañera del instituto. Al verla llorar y su barriga, no dudó en ayudarla.

—Ven a mi casa. Mis padres están en la costa hasta septiembre. No puedes dormir en la calle. Luego buscaremos una solución.

Lucía aceptó. No tenía fuerzas ni adónde ir.

En casa de Sofía, descubrió que estudiaba enfermería. Dos días después, le propuso un trabajo: cuidar a una anciana postrada cuyo hijo no quería hacerse cargo.

—Es tranquila —dijo Sofía—. Te dará techo y comida.

Aunque Lucía dudó —¿cómo cuidaría de una anciana y su bebé?—, al final accedió.

Así, conoció a Doña Carmen. Una mujer callada, de lágrimas silenciosas. Lucía le confesó su vida mientras la cuidaba.

Un mes después, nació su hija, Alma. Entre pañales y biberones, Doña Carmen, pese a sus limitaciones, le ayudaba canturreando para dormir a la niña.

Con el tiempo, Doña Carmen empeoró y falleció en paz. Su hijo apareció solo para echar a Lucía.

Pero había un testamento: la casa era de Lucía. El hijo amenazó con llevarla a juicio, pero los vecinos testificaron que ella había cuidado a Doña Carmen mientras él ni aparecía.

Así, Lucía se quedó con la casa. Alma creció, fue al colegio, y ella trabajó en un hospital.

Cuando por fin respiraba tranquila, su madre reapareció. Llorando, dijo que tenía cáncer y había vendido su piso para pagar el tratamiento. Lucía, pese al rencor, la acogió.

Un día, al volver a casa por el móvil olvidado, escuchó a su madre al teléfono:

—Sí, salió… No, no me escucha… Extraño tanto… Pronto tendré el dinero… Yo… Bueno, me pego el vientre con esparadrapo…

—¡Mamá! —gritó Lucía, horrorizada.

Su madre se sobresaltó y colgó.

—¿Cómo pudiste mentirme? ¿No tenías cáncer? ¿Alquilabas tu piso para pagar las deudas de tu amante? ¡Me echaste embarazada! ¡Eres un monstruo! ¡Gente como tú no debería ser madre!

—No es lo que piensas… —balbuceó.

—Cuando vuelva, no quiero verte aquí.

Salió llorando. Sofía, al verla, la abrazó.

—¿Y ahora qué harás? —preguntó.Sin embargo, cuando su madre cayó realmente enferma años después, Lucía, recordando las palabras de Sofía, la cuidó hasta el final, porque el perdón, aunque tarde, libera el alma.

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¡Eres un monstruo, mamá! ¡No se debería traer hijos al mundo así!