—¡Eres un monstruo, mamá! Gente como tú no debería tener hijos…
Todo comenzó cuando Lucía, una joven andaluza de Málaga, conoció a Javier en una discoteca de Barcelona. Él, madrileño, atractivo y con padres en el extranjero por un año por trabajo, la envolvió con su encanto. Pronto, ella abandonó sus estudios y se mudó con él.
Vivían a todo lujo, con el dinero que los padres de él enviaban. Fiestas, discotecas, noches sin fin. Al principio, Lucía se dejó arrastrar por esa vida, pero el despertar fue cruel: deudas acumuladas, asignaturas suspendidas y el fantasma de la expulsión de la universidad.
Intentó enmendarse, encerrarse en los libros, resistir las tentaciones. Incluso aprobó los exámenes de recuperación. Pero cuando le pidió a Javier que moderara su vida, él solo se rio con desprecio:
—Vamos, Lucilla, ¿estás loca? ¡Solo se vive una vez! La juventud es fugaz. ¿Cuándo vas a divertirte si no es ahora?
Avergonzada, mintiéndole a su madre por teléfono, inventó una boda falsa, un futuro que no existía. Hasta que un día, en clase, el mareo y las náuseas la traicionaron. El test de embarazo confirmó lo inevitable.
Javier no dudó:
—Tienes que abortar.
La pelea fue brutal. Él desapareció durante días, y cuando regresó, lo hizo con una rubia borracha colgada de su brazo. Lucía, herida, exhausta, explotó. Él la golpeó sin pestañear.
—Si no te gusta, lárgate, histérica —le escupió.
Esa noche, con el rostro hinchado y la ropa arrugada, llegó al vestíbulo de la residencia universitaria. La conserje se apiadó y la dejó pasar.
Al día siguiente, Javier regresó, llorando, pidiendo perdón, prometiendo cambiar… Y ella, pensando en el bebé, cedió.
A duras penas terminó el curso, pero el miedo la paralizaba. No podía volver a casa, con su madre… Y menos aún quedarse en Barcelona, con el vientre creciendo y el terror a que los padres de Javier regresaran.
Y regresaron. Su padre fue claro al ver que Lucía venía de un pueblo andaluz, sin recursos:
—Toma este dinero y vete. ¿Crees que mi hijo está preparado para ser padre? Solo piensa en fiestas… ¿Y quién dice que ese niño es suyo?
Humillada, sin que Javier defendiera, Lucía rechazó el dinero y tomó un tren hacia Málaga.
Cuando su madre la vio en la puerta, embarazada y sola, el reproche fue instantáneo:
—¿Y el marido imaginario? ¿Te cansó el madrileño y te devolvió como un paquete? ¿Al menos te dio algo de dinero?
—No lo quise…
—¿Y a qué vienes? Aquí apenas cabíamos las dos. Pensé que habías triunfado… pero vuelves con un niño en camino. ¿Y ahora?
—Mamá, ¿adónde voy a ir?
—Pues con el padre, ¡obvio! —gruñó su madre, sin dejarle entrar—. Ah, y por si no lo sabes, ya no vivimos solas. Tengo un novio. Joven. No quiero que te vea.
Lucía, temblando, entendió que no había vuelta atrás. Su propia sangre la echaba a la calle.
Sentada en un banco, sollozando, pensó en lo más fácil: arrojarse bajo un coche. Pero el bebé pateó, como rogándole que no lo condenara.
De pronto, una voz conocida:
—¿Lucía?
Era Sara, una antigua compañera del instituto.
—¿Estás… embarazada?
Entre lágrimas, Lucía lo contó todo.
—Ven a mi casa. Mis padres están en la costa hasta septiembre. No puedes quedarte en la calle.
Aceptó. No tenía opción.
Dos días después, Sara llegó emocionada del hospital donde trabajaba:
—Hay una anciana que necesita cuidadora. Su hija no quiere hacerse cargo. ¡Podrías vivir allí!
Lucía dudó:
—¿Y el bebé?
—Ya veremos. ¿Qué otra opción tienes?
Así conoció a Doña Carmen, una mujer postrada pero lúcida. Su hija, una mujer engreída con ropa de marca, le dejó claro:
—No te pagaré. Su pensión es para ella. Y no sueñes con quedarte con el piso.
Pero Lucía no necesitaba más. Un techo. Algo de paz.
Cuando nació Martina, Doña Carmen, en su silencio, la ayudó. Tarareaba canciones antiguas, y la niña se dormía al instante.
Pasaron los meses. Martina gateaba, pero Doña Carmen empeoró. Murió en silencio, como había vivido.
Su hija regresó para el funeral y exigió el desalojo. Hasta que encontraron el testamento…
—¡Estafa! —gritó, histérica—. ¡Te llevaste todo!
Pero era tarde. Doña Carmen había dejado el piso a Lucía.
Con el tiempo, Martina empezó la guardería, y Lucía trabajó en una clínica. La vida, al fin, sonreía.
Hasta que su madre reapareció, llorando:
—Me operaron… Vendí el piso…
Lucía, compasiva, la acogió.
Pero una tarde, al olvidar el móvil, regresó y la escuchó hablar por teléfono:
—Sí, está fuera… Yo también te echo de menos… No gasto nada, ahorro para tus deudas…
—¡Mamá! ¿Me mentiste? ¿Ni siquiera vendiste el piso? ¡Te aprovechaste de mí!
—No es así…
—Sal de mi casa.
Esa noche, Sara le preguntó:
—¿Qué vas a hacer?
—No lo sé… ¿Cómo perdonar eso?
Pero al llegar, su madre ya se había ido.
Años después, cuando la enfermedad golpeó a su madre, Lucía, pese a todo, la cuidó hasta el final.
Porque el odio solo engendra más odio… Y ella, a diferencia de su madre, eligió no repetir el ciclo.