—¡Otra vez los vecinos de arriba de fiesta! ¡Son las tres de la madrugada! —Lorena zarandeó a Diego, que dormía plácidamente—. ¿No los oyes? ¡Están gritando como salvajes! ¡Sube y haz algo!
—Lore, por favor, mañana tengo ruta —murmuró él, medio dormido—. Déjalos, ya se callarán.
Intentó acomodarse de nuevo, pero su mujer le clavó el codo con fuerza.
—¿Eres hombre o qué? —le espetó entre dientes—. ¡Ve y pídeles que se callen! Mañana quedo con las chicas, ¡y como siempre vendrá Silvia presumiendo de sus labios rellenos y su nariz nueva! ¿Y yo qué? ¿Llegaré con cara de zombi por no dormir? ¡A Silvia ya le pasan los treinta y parece una niña!
—Es que su marido es cirujano plástico, no camionero —intentó calmar a su esposa—. Y tú no necesitas nada de eso, eres preciosa tal como eres. Además, vives en el spa.
Pero Lorena ardía de rabia. Se incorporó en la cama y le lanzó una mirada asesina.
—¿Te burlas de mí? ¿Ir al esteticién dos veces por semana es un lujo? ¡Yo también quiero esos labios, esa nariz! ¡Y un abrigo de visón! ¿Cuándo me lo comprarás?
—Acabo de liquidar la hipoteca del piso que compraste antes de casarnos, y aún tengo que pagar el coche. Lo hablamos: primero el coche, luego el abrigo. ¿Por qué te pones así?
—¡Y a tu madre le compraste un plumífero!
—Se le había roto, y con su pensión… No era tan caro…
Intentó abrazarla, pero ella seguía tensa como un resorte.
—No puedes comprarme el abrigo, ni pagarme la operación, ¡pero al menos haz que pueda dormir! ¡Controla a esos mocosos!
Diego, resignado, se vistió con el chándal mientras una culpa sorda le recorría el pecho.
…Hace cinco años, nadie habría creído que acabaría casado con Lorena, la engreída de su clase. Aunque él la amaba desde el instituto, ella siempre eligió a tipos con más dinero y mejor apariencia. Incluso cuando consiguió un buen trabajo, ella ni lo miró en la reunión de antiguos alumnos. Presumía de casarse con un heredero. Diego tragó saliva y fingió indiferencia.
Pero medio año después, ocurrió el milagro. Lorena lo llamó. «Quedamos», dijo. Y él, como un idiota, voló a verla.
—Estás guapo —murmuró ella, tomando un café—. ¿Por qué no te fijé antes?
El corazón le dio un vuelco. Esa cena acabó en desayuno en su piso. Dos días después, anunció que dejaba al ricachón por él.
—Algo no cuadra —advirtió su madre, Carmen—. Esa chica te despreció años. Mira a Paula, la del tercero, que aún suspira por ti…
—Mamá, el corazón es libre. La quiero.
—Pues allá tú, pero esa mujer te hará sufrir.
Y vaya si acertó. Dos meses tras la boda, Lorena dijo que estaba embarazada. Pero los números no cuadraban.
—¡Ya lo estabas cuando nos vimos! —gritó él, rojo de furia.
—No lo sabía… —mintió ella, temblando—. Luego tuve miedo de decírtelo.
—¡Tu ex te dejó encinta y me usaste para darle padre al crío! ¡Mamá tenía razón!
—¡Siempre me mira como si le debiera un millón!
—¡Porque te lo mereces! ¡Y deja a mi madre en paz!
Diego sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Lorena, aterrada, pensó en las burlas de sus amigas si la dejaban. No podía permitirlo. Entonces fingió un dolor agudo.
—¡Ay! ¡El vientre! ¡Me haces daño!
Él, asustado, la llevó al hospital. Pero ella solo quería deshacerse del bebé.
Al salir, le contó una mentira: «Fue un aborto espontáneo». Él, lleno de culpa, le regaló un brazalete de oro.
—Perdóname —susurró—. Empecemos de nuevo.
—Sí —contestó ella, admirando el regalo—. Pero necesito un coche. Para no depender de taxis…
Sonrió. La idea de un hijo le enterneció.
—Claro. Lo tendrás.
Cambió de trabajo, se hizo camionero. Más rutas, más dinero. Y ahora, agotado, subía las escaleras al tercero.
—Chicos, bajad la música —pidió a los adolescentes que fumaban en el rellano—. No podemos dormir.
—¿Y qué, tío? —gruñó el más despeinado—. Lárgate.
—Sed respetuosos. ¿Dónde están vuestros padres?
—De vacaciones. ¡Vete!
—O llamo a la policía.
Uno de ellos lo empujó. Diego, dolorido, quiso retirarse. Pero lo arrastraron al balcón y lo lanzaron.
—Vuela, abuelo.
Cayó sobre unas hortensias. La música cesó. Lorena, sonriendo, se durmió.
Al mediodía, al salir, notó las miradas acusadoras de las vecinas.
—Qué fresca —murmuró una—. A su marido lo han destrozado, y ella como si nada.
Lorena las llamó «viejas locas» y se fue con sus amigas. Igual de ociosas que ella.
—Te llamamos y no contestabas —se quejó Silvia.
—Puse el móvil en modo avión —rió Lorena—. Lo siento, chicas.
Ni siquiera recordó a Diego. Hasta que el teléfono vibró. Diez llamadas perdidas de su suegra.
—¿Carmen? ¿Qué pasa?
—Diego está en la UVI —dijo la voz rota—. Los vecinos lo agredieron. ¿Dónde estabas? ¡Los médicos dicen que quizá no vuelva a caminar!
Lorena colgó, asustada. Sabía que era su culpa. «Adiós al abrigo —pensó—. Y el coche sin pagar. Ahora, un inválido. Qué mala suerte».
Fue al hospital tres días después. Diego, ya consciente, le sonrió. Ella, sin mirar a Carmen, prometió volver.
Pero no lo hizo. Mientras él luchaba por caminar, con Paula —la chica del tercero, ahora fisio— apoyándole, Lorena firmaba el divorcio.
La nota decía: «No puedo vivir con un discapacitado. Encontré a otro. Vende el piso. No me busques».
Diego, al leerlo, no sintió nada. Solo vacío. Firmó y entregó los papeles al abogado.
—Mi cliente pregunta si aún sientes dolor —dijo el hombre.
Él miró a Paula, que lo sost—Dile a mi ex que no se preocupe —respondió mientras estrechaba la mano de Paula—, porque por fin he encontrado a alguien que sí sabe lo que es amar.