*Diario personal*
Hoy recordé una historia que hace tiempo quería escribir. Todo comenzó en un edificio de Madrid, en el quinto piso, donde vivíamos Hugo y Lucía. Yo acababa de empezar cuarto de primaria y ya me consideraban lo bastante mayor para cuidar de Lucía, una niña de cinco años que vivía enfrente. Su madre era cirujana y, aunque eran sus días libres, a menudo la llamaban por urgencias.
Con Lucía, yo actuaba como un adulto: la alimentaba, la defendía y, si había que regañarla, lo hacía. Ella, por su parte, me obedecía sin rechistar, siguiéndome como una sombra con esos ojos negros tan grandes que parecían devorar el mundo.
Un día, Lucía enfermó de anginas. ¿Quién se resfría en pleno junio? Me tocó quedarme con ella durante horas. Mis amigos ya sabían dónde buscarme y llamaron a su puerta para invitarme a jugar al fútbol.
—No puedo —respondí con seriedad—. Estoy con Lucía.
—Pues tráetela, que será nuestra animadora —propuso Álvaro.
—Tiene fiebre. No puede salir. Jugad sin mí hoy.
—¿Sin ti? ¿Y quién va a parar en la portería? —se quejó Pablo, decepcionado.
—Pues turnaos —sugerí, viendo sus caras largas.
—Qué aburrido. Si no vas, tampoco vamos.
—Pues entrad —suspiré, dejando que los chicos pasaran.
Lucía, con su bufanda enrollada al cuello, estaba sentada en el sofá hojeando un libro. Al ver a los chicos, se ilusionó.
—Mis amigos, Pablo y Álvaro —presenté—. ¿Te importa que se queden un rato?
—Leedme el cuento —pidió ella, alargando el libro con esa inocencia infantil.
—Mejor hagamos una cabaña —intervino Pablo, mirando fijamente la mesa redonda del salón.
—¿Cómo? Necesitaríamos ramas y paja, y no tenemos —sus ojos brillaron, quizá por la fiebre o por la emoción.
—No hace falta paja. ¿Podemos coger la manta del sofá? —preguntó Pablo. Cubrimos la mesa con ella, pero no bastaba, así que Lucía me dijo dónde encontrar otra manta. Pronto, los cuatro estábamos bajo la mesa, en una cabaña improvisada: estrecha, sofocante, oscura… y fascinante.
—Contemos historias de miedo —propuso Álvaro—. Mi bisabuelo luchó en la guerra.
—Qué rollo —murmuró Pablo.
—Tenía tantas medallas que ni se contaban —presumió Álvaro—. Llevó pan a Madrid durante el asedio.
—Aburrido. Nada emocionante —refunfuñó Pablo.
—Pues no sabes nada. La gente comía hasta ratas y, en casos desesperados, a sus propios familiares. Hacían pan con serrín… —insistió Álvaro.
—¡Qué asco! La gente no se come —Lucía se encogió, pegándose a mí.
—Yo sé historias del Hombre del Saco —intervino Pablo, entusiasmado—. En el campamento del verano pasado las contábamos de noche. Daban mucho miedo.
Lucía se quedó tiesa. La sola palabra *saco* le heló la sangre, más aún bajo la mesa, en la oscuridad. Al oír *miedo*, empezó a temblar.
—Va vestido de negro y, si te descuidas, te atrapa y te lleva. Nadie vuelve a ver a esa persona. Aparece y desaparece como una sombra, y le encantan los niños desobedientes…
—¡Basta! —corté en seco, sintiendo a Lucía temblar contra mí—. La vas a dejar sin dormir. Es demasiado pequeña.
—No soy pequeña —protestó ella—. Pero no quiero escuchar más. Da miedo.
De pronto, la puerta de entrada se abrió. Todos callamos. Pasos lentos resonaron en el pasillo, deteniéndose cerca. Pablo se removió, Álvaro jadeó, y Lucía se aferró a mi pecho, donde mi corazón latía con fuerza.
De repente, la manta se levantó. Lucía chilló, tapándose los ojos.
—¡Ahí estáis! —era la voz de su madre.
—¡Mamá! —Lucía salió corriendo hacia ella.
—¿Por qué la mesa está cubierta? ¿Qué hacéis ahí? —preguntó su madre, mirando a los chicos despeinados.
—Una cabaña. Contábamos historias de miedo —balbuceó Lucía.
—¿No te asustaste?
—Sí. Cuando oí los pasos, pensé que era el Hombre del Saco…
—¿Qué Hombre del Saco? —su madre nos fulminó con la mirada, especialmente a mí. Bajé la cabeza, avergonzado.
—Recoged esto y lavaos las manos. Vamos a comer —dijo, llevándose a Lucía a la cocina.
Después, mis amigos y yo fuimos a jugar al fútbol, pero esa noche, Lucía no podía dormir, imaginando al Hombre del Saco.
Los años pasaron. Cuando yo llegué a secundaria, Lucía empezó primaria. Yo ya no la cuidaba tanto, pero ella seguía viniendo a preguntarme cosas, sobre todo cuando tronaba, porque le aterraban las tormentas.
Si salía con mis amigos, ella insistía en acompañarnos. Si no la dejábamos, usaba sus lágrimas con maestría femenina, y yo, compadecido, convencía a los demás.
Yo le enseñé a patinar, a calentar la sopa en el microondas y a amar los libros de aventuras. En el último curso, empecé a salir con una compañera, Carla. Un día, Lucía nos vio besándonos detrás del edificio. Su corazón infantil se rompió de celos. Tras la escuela, entré en la academia militar. Mis visitas a casa eran escasas, lo cual alegraba a Lucía: no habría otras chicas cerca. Pero también la entristecía, porque me echaba de menos.
Una vez, volví de permiso y, al no estar mis padres, pasé por su casa. Lucía, al verme con el uniforme, se ruborizó. Yo también noté lo mucho que había crecido. Durante la comida, no podía dejar de mirarla. Bajo mi mirada, sus pestañas temblaban y sus mejillas se sonrojaban.
Su madre me preguntó por mis estudios y mi destino. Contestaba casi solo para Lucía, cuyo corazón latía con fuerza. Luego, mis padres llegaron, y me fui, dejándola confusa. No la volví a ver antes de mi partida.
Tras graduarme, me destinaron al sur. Lucía empezó medicina. Tres años después, volví. Ella aguardó junto a la ventana, esperando que llamara a su puerta.
—Él ya es mayor, debe casarse. Tú tienes que estudiar. Olvídalo, solo te ve como una hermanita —decía su madre. Lucía lo sabía, pero no podía aceptarlo. Los días pasaban, y yo no aparecía. Su orgullo no le permitía buscarme.
Hasta que un día, desde la ventana, vio mi taxi llegar. Pero, en vez de entrar, abrí la puerta trasera. Una mujer embarazada salió, apoyándose en mí. A Lucía le dio un vuelco el corazón: ¡me había casado, iba a ser padre!
Se encerró en su habitación y lloró. Su madre tenía razón, debía olvidarme. Pero las palabras son fáciles; la realidad, no. ¿Cómo borrar a alguien que veía en cada esquina? Se escapó unos días a Barcelona para despejarse.
Al volver, yo ya me había ido. El dolor y los celos se convirtieron en melancolía. Tras terminar la carrera, trabajó en el hospital de su madre. Pero no era para ella; sufría demasiado con cada pérdida. Se trasladó a un centro de rehabilitación especializado en lesiones graves.
Pasaron años. Lucía se convirtióY cuando al fin me encontré en su consulta, herido y sin reconocerla tras tantos años, solo el miedo de Lucía ante los truenos me devolvió al niño que alguna vez fue su refugio, y en sus ojos vi el mismo amor que nunca se había ido, solo esperando el momento perfecto para volver a florecer.