¡Eres mi padre!” Un niño apareció en mi puerta con una mochila llena de misterios

**”¡Eres Mi Padre!” Un Niño Apareció en Mi Puerta con una Mochila Llena de Secretos**

Un niño de seis años apareció en mi puerta, diciendo que yo era su padre. Me reí… hasta que sacó una carta de su madre. Mi nombre. Mi dirección. Mi pasado chocó con mi presente. Y no tenía ni idea de qué hacer.

Las mañanas solían ser predecibles. Tranquilas. Pacíficas. Justo como me gustaban. No necesitaba despertador. Sin jefes, sin oficina, sin prisas. Trabajaba desde casa y mantenía mi mundo lo más pequeño posible. Sin charlas innecesarias, sin interacciones forzadas. Solo yo, mi portátil y mi café. Solo, sin azúcar, sin leche.

Esa mañana, me acomodé en mi rincón habitual junto a la ventana, la vieja silla de madera crujiendo bajo mi peso. Así era como debía ser la vida. Sencilla. Tranquila. Pero la tranquilidad nunca duraba mucho en este barrio.

De repente, un golpe fuerte contra la ventana me sobresaltó, derramando café sobre mi mano. Solté un bufido.

—¡Por el amor de Dios! —murmuré, frotándome la piel quemada.

No necesitaba mirar afuera para saber qué había pasado. Los pequeños diablos de al lado lo habían vuelto a hacer. Esos críos no tenían respeto por la propiedad ajena.

Me levanté con un gruñido y me dirigí a la puerta principal.

Al abrirla, encontré la escena habitual: un balón de fútbol en el césped y los niños del vecino paralizados al borde de su jardín, cuchicheando entre ellos.

—¿Cuántas veces tengo que decíroslo? —agarré el balón—. Esto no es mi problema. ¡Quedaos en vuestro lado de la valla!

Les tiré el balón de vuelta. Los niños rieron y salieron corriendo como palomas asustadas. Con un suspiro cansado, me giré para volver a casa, pero me detuve a mitad del paso. Ahí estaba él.

Un niño pelirrojo, que no era de los gamberros de siempre, plantado al final del porche.

Llevaba un impermeable demasiado grande que lo envolvía. Sus zapatos estaban gastados, su mochila, vieja. Fruncí el ceño.

—No eres de por aquí.

El niño me miró sin pestañear.

—No.

—¿Y qué haces aquí?

Inspiró hondo, como si fuera a soltar algo importante. Y entonces…

—Porque eres mi padre.

Parpadeé, seguro de que había oído mal.

—¿Qué?

—Eres mi padre —repitió, como si fuera lo más normal del mundo.

Lo miré fijamente, esperando el chiste, esperando que saliera un equipo de televisión gritando: «¡Te pillamos!».

Nada. Solo un niño de seis años en mi porche, mirándome. Me froté la cara.

—Vale. O necesito más café o esto es un sueño.

—No es un sueño.

Soltó una risa seca. —Pues es una pena, chaval, porque estoy seguro de que te has equivocado de tipo.

Negó con la cabeza. —No. No me he equivocado.

Mire a mi alrededor. La calle estaba vacía. Ninguna madre desesperada buscando a su hijo perdido. Ninguna trabajadora social tras un niño fugado.

Solo yo, mi inesperado visitante y un montón de confusión. Genial. Simplemente genial.

—Escucha, eh… —me rasqué la nuca—. ¿Tienes nombre?

—Hugo.

—Hugo. —Asentí lentamente—. Vale. Y, Hugo… ¿tu madre sabe que estás aquí?

Silencio. Algo en su mirada hizo que mi irritación habitual flaqueara.

—Bueno, chico. Vamos a aclarar esto. Porque no tengo ni idea de qué está pasando.

Hugo asintió como si tuviera todo el tiempo del mundo. Como si supiera que no iba a cerrarle la puerta en las narices. Y eso era lo que más me fastidiaba.

***

Minutos después, estábamos en mi cocina. Hugo miraba alrededor en silencio mientras yo releía una página arrancada del diario de su madre—la que llevaba en su mochila.

La leí una y otra vez, aunque las palabras ya estaban grabadas a fuego en mi mente. Los ojos se me llenaron de lágrimas.

Era una hoja arrancada de un diario. La letra de su madre.

*«Hugo, hijo mío, si algo me pasa, él es la única persona que queda—tu padre.»*

Mi nombre. Mi dirección. La respiración se me hizo pesada.

—Esto tiene que ser una broma, ¿no? —exhalé, tirando el papel sobre la mesa.

El niño se quedó quieto, observándome.

—Tú y mamá no os habéis visto en seis años, ¿verdad?

—Sí, pero…

—Y yo cumplo seis mañana —añadió, con una pequeña sonrisa que me heló la sangre.

Maldita sea.

—No puedes quedarte aquí.

—Afuera está lloviendo mucho.

Miré por la ventana. Afuera, la lluvia caía a cántaros.

—Vale. Una noche. Mañana averiguaré cómo devolverte.

Fui a la cocina, agarré una caja de cereales del armario, serví un tazón y se lo acerqué.

—Come.

Hugo no se movió. Solo miró el tazón y luego a mí.

—¿Qué?

—Mamá siempre abría la leche antes de echarla.

Suspiré, agarré el brick de leche, destapé el tapón y lo dejé en la mesa.

—Ahí tienes. Abierta.

—Gracias, papá.

—No me llames así. Ni siquiera sabemos si…

—Vale, papá. Quiero decir, señor…

Exhalé hondo y me serví un tazón de cereales. Me senté y estaba a punto de comer cuando noté que aún me miraba.

—¿Ahora qué?

—¿No te vas a lavar las manos primero?

—Escucha, chaval… —dejé la cuchara, la paciencia al límite—. No has venido aquí para darme lecciones de higiene.

—Es que… mamá decía…

—¡Si tu madre era tan perfecta, mañana te vas con ella!

Se quedó callado. Luego, en un susurro:

—Mamá está muerta.

Dejé de masticar. La cuchara en mi mano de repente pesaba demasiado.

—Me escapé para encontrarte —confesó Hugo, mirando hacia abajo.

Lo observé, realmente lo observé.

—Come. Luego a dormir. Mañana veré qué hacer.

Hugo asintió y empezó a comer. En silencio, removió los cereales con la cuchara, distraído.

—Estaba ahorrando para una estación espacial de LEGO —dijo de pronto.

—¿Qué?

—Llevo meses ahorrando la paga —explicó—. Pero lo gasté todo en billetes de autobús y comida para encontrarte.

Lo dijo tan tranquilo, como si no fuera gran cosa. Como si fuera normal que un crío de seis años gastara sus ahorros y viajara solo por la ciudad. No supe qué decir.

Lo vi terminar los cereales y dirigirse al baño. Esperaba un desastre, pero el chico se las arregló solo.

Se duchó, se cepilló los dientes y hasta se peinó, sacando un cepillo perfectamente guardado de su mochila organizada.

¿De verdad es mi hijo? Se parece a mí… pero aún así.

Clara no tenía derecho a aparecerse en mi vida después de seis años—y menos a través de su hijo. No solo estaba enfadado con ella. En el fondo, lo estaba conmigo mismo. Porque por primera vez, me di cuenta de algo. Podría haber tenido una familia.

—Buenas noches, papá —murmur

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¡Eres mi padre!” Un niño apareció en mi puerta con una mochila llena de misterios