¡Qué historia tan bonita! Aquí tienes la versión adaptada al castellano, contada como si te la estuviera susurrando al oído en una tarde de café:
María se arregló el vestido frente al espejo, se pintó los labios con su carmín favorito y alisó un rizo rebelde. Dio un paso atrás, se miró de arriba abajo y sonrió satisfecha. “¡Qué guapa estoy!”
Su marido, Javier, apareció en el marco de la puerta, apoyado en el quicio.
—¡Vaya! ¿Adónde vas tan arreglada?
—Al trabajo. ¿O es que te da celos? —María abrió aún más sus grandes ojos, perfectamente delineados.
—Claro que me dan. ¿Quieres que te lleve en el coche? En el metro vas a ir apretada como una sardina —le ofreció enseguida.
—Quédate en casa. ¿Adónde vas a ir con ese yeso? —María se abrochó la cremallera de su abrigo acolchado y se ajustó la bufanda hasta la barbilla.
—Me voy. —Pero se detuvo antes de salir—. Ah, lo olvidaba. Hoy me quedaré un poco más. La boda de Laura… Vamos a hacer una despedida de soltera improvisada en el café. No te preocupes.
—Espera, mejor paso a recogerte luego —Javier se separó del marco.
—No hace falta. —María hizo un gesto de beso al aire y salió del piso.
Javier se asomó a la ventana, esperando verla cruzar el patio.
—Mil veces te he dicho que saques el carnet. Así irías al trabajo en coche y no revuelta entre gente —murmuró, como si ella pudiera oírle.
En el café, la música sonaba animada. Las amigas bebían cócteles y reían a carcajadas, contando anécdotas de bodas. De pronto, el camarero se acercó con una botella de vino caro.
—De parte del caballero de esa mesa. ¿La descorcho?
María giró la cabeza y allí estaba él. Pablo. Le sonrió y su corazón dio un vuelco, acelerándose al compás de la música. El calor le subió a las mejillas y su sonrisa se desvaneció como el rocío al sol.
Lo recordaba demasiado bien. En la universidad, Pablo era el chico más guapo, el que volvía locas a todas. Ella, novata y nerviosa, suspendió un examen final. Lloraba en las escaleras de piedra de la facultad cuando él apareció.
—¿Qué pasa? ¿Has suspendido?
Le explicó, avergonzada, con el rímel corrido. Pablo le dio un pañuelo.
—Tonta, llora delante del profesor. Las chicas sabéis aprovecharos de eso. Ve ahora, dile que estudiaste toda la noche.
—¿Crees que funcionará?
—No lo sabrás hasta que lo intentes.
Siguió su consejo y aprobó. Cuando salió de la sala, él la esperaba.
—Esa sonrisa te queda mejor —le dijo.
La acompañó a casa, hablando sin parar. María no escuchaba nada, aturdida por un solo pensamiento: “¡Está caminando conmigo!”. Las miradas de las demás chicas la llenaban de orgullo.
Tras los exámenes, salieron un tiempo. Cine, playa… Sabía que cambiaba de novia como de camisa, pero el corazón le ganó a la razón. Hasta que Pablo desapareció. Sin dirección, sin explicaciones. Y entonces, el embarazo.
Su madre notó algo.
—Antes estabas eufórica y ahora apagada. ¿Te pasa algo?
—Nada, un resfriado —mintió, tosiendo para disimular.
Fue a una clínica privada, temiendo encontrarse a conocidos en el médico de cabecera. La confirmación llegó como un mazazo.
—Mi madre me matará… Tengo que estudiar… Y él ni está… —lloró en la consulta.
La doctora se compadeció. Era pronto, podía evitarlo, pero costaba dinero. Engañó a su madre, diciendo que necesitaba medicinas caras. Sufrió dos días de dolor agudo, en silencio.
Al volver a clase en septiembre, solo quería ver a Pablo. Pero él pasó de largo, con una chica nueva. Las compañeras remataron: “Se casa, por fin dejará de dar vueltas”. María contuvo las lágrimas con uñas y dientes.
En clase, Javier, el chico callado que siempre la miraba, se sentó a su lado.
—¿Tan seria? ¿No te apetece estudiar? ¿Qué tal si vamos al cine?
Ella encogió los hombros. Mejor eso que llorar en casa. Pasearon después, él le contó un libro con tal pasión que hasta olvidó a Pablo.
Con Javier todo era fácil. No tenía que fingir. Esa noche, ante su portal, soltó de pronto:
—¿Te gusto? Cásate conmigo.
Él la miró sorprendido.
—¿En serio? Me gustas mucho. Pero no así. —Se dio la vuelta y se fue.
“Ahora hasta este me deja”, pensó, hundida.
Al día siguiente, el profesor entró en el aula, pero Javier se le acercó y habló en voz baja. Después, se dirigió a todos:
—Quiero pedirle matrimonio a una chica que se llama María. Y quiero prometerle, delante de todos, que la amaré siempre.
—¿Dónde está esa María? —bromeó el profesor—. A ver a la chica que vuelve loco a este chico.
Los compañeros corearon su nombre. Avergonzada, salió al frente. Javier esperaba con un anillo y un ramo.
—¿Aceptas? —preguntó entre gritos de “¡que se besen!”.
—Sí —respondió, roja como un tomate.
Más tarde, él le explicó que quería que su propuesta fuese especial, no un arrebato. La historia corrió por la facultad años después.
Su matrimonio fue tranquilo, casi de amigos. María no quedaba embarazada, pero Javier nunca preguntó.
Hasta que, cinco años después, se topó con Pablo en el café. Maduro, más atractivo. Comparó mentalmente a su marido —en camiseta y pantalones de deporte, con la barriguita incipiente— con él. “Debería ir al gimnasio”, pensó, molesta.
Pablo la sacó a bailar, aunque en el local apenas había espacio. Al terminar, le ofreció llevarla a casa.
Afuera nevaba levemente. Pablo aparcó su BMW frente al café. Durante el trayecto, no paró de hablar: divorciado, dos hijos, su empresa… Y de paso, soltaba piropos.
María pidió parar al final de su calle. Sabía que Javier estaría mirando por la ventana. Además, la cháchara de Pablo ya cansaba. “Un pavo real”, pensó. “¿Por qué las mujeres caemos en su juego?”.
Al bajarse, él pidió su número. Ella dudó. Recordó a Javier, el pasado con Pablo… Salió sin responder, cerrando la puerta con fuerza.
Caminó hacia el portal, escuchando el motor al ralentí. Sabía que la miraba.
De pronto, dos figuras encapuchadas le cortaron el paso. Uno le arrancó el bolso.
—¡Ayuda! ¡Pablo! —gritó.
Pero el coche arrancó con estrépito.
En ese momento, uno de los atacantes soltó el bolso, gritando. El otro cayó al suelo. Y ante ella apareció Javier, en chanclas y con un palo.
—¿Estás bien? —preguntó, jadeando.
—¡Javier! —Se abrazó a él, notando su temblor por el frío.
—Vamos, que te vas a resfriar —dijo él, guiándola a casa.
Los atacantes habían desaparecido. Y el BMW también.
Esa noche, en la cama, ella le preguntó:
—¿Me estabEs esa noche, mientras lo abrazaba en la oscuridad, cuando María por fin entendió que el verdadero amor no eran mariposas en el estómago, sino el calor de quien te mira con los mismos ojos después de años y aún elige quedarse.