Eres mi héroe

En el espejo del baño, Lucía se ajustó el vestido sobre las caderas, se pasó el labial rosa por los labios y alisó un rizo rebelde. Dio un paso atrás y se observó con mirada crítica. «¡Perfecta!», pensó, satisfecha, mientras una sonrisa se dibujaba en su rostro.

En la puerta de la entrada apareció su marido, apoyando el hombro en el marco.

—¡Vaya! ¿Adónde vas tan arreglada?

—Al trabajo. ¿Celoso, Javier? —Lucía abrió aún más sus grandes ojos, resaltados con maquillaje.

—Claro que sí. ¿Quieres que te lleve en coche? En el metro te van a arrugar todo —ofreció él, solícito.

—Quédate en casa. ¿Adónde vas tú con ese yeso? —Lucía cerró la cremallera de su abrigo acolchado y ajustó la bufanda hasta la barbilla.

—Me voy. —Pero se detuvo antes de salir—. Ah, lo olvidaba. Hoy me quedaré tarde. Nuria se casa. Haremos algo como una despedida de soltera. No te preocupes.

—Espera, ¿segura que no quieres que pase a buscarte? —Javier se apartó del marco.

—No hace falta. —Lucía frunció los labios, lanzó un beso al aire y salió del piso.

Javier se acercó a la ventana, esperando verla aparecer en la calle.

—Cuántas veces le he dicho que saque el carné. Así no tendría que ir apretujada en el metro —murmuró, como si ella pudiera oírlo.

En la cafetería, la música sonaba a todo volumen. Seis mujeres, alrededor de una mesa, reían a carcajadas mientras compartían anécdotas de sus bodas. De pronto, un camarero se acercó con una botella de vino caro.

—De parte del señor de aquella mesa. ¿La abro?

Lucía giró la cabeza y vio al hombre que le sonreía. Su corazón se aceleró y el calor le subió a las mejillas. La sonrisa se borró de su rostro como la nieve en primavera.

Lo reconocía al instante. ¿Cómo olvidarlo? Pablo había sido el chico más guapo de la universidad, siempre rodeado de admiradoras. Antes de los exámenes finales, Lucía suspendió un test. Lloraba en las escaleras de piedra cuando él apareció.

—¿Por qué lloras? ¿Suspendiste?

—No me han aprobado el test —respondió entre sollozos.

—Qué dramática. Solo has conseguido emborronar el rímel.

Lucía buscó su espejo, avergonzada. Pablo le entregó un pañuelo.

—Anda, vuelve con el profesor. Dile que has estudiado toda la noche, que estás agotada.

—¿Crees que funcionará?

—No pierdes nada intentándolo.

Siguió su consejo y, cuando salió aprobada, él la esperaba.

—Esa sonrisa te queda mejor.

La acompañó a casa, hablando sin parar, mientras Lucía flotaba de felicidad. «¡Camina a mi lado!». Las miradas de las mujeres hacia él la llenaban de orgullo.

Después de los exámenes, salieron un tiempo. Sabía que cambiaba de novia como de camisa, pero el corazón no escuchaba razones. Hasta que un día, Pablo desapareció. Nunca supo su dirección.

Luego llegó el golpe: estaba embarazada.

—Estás pálida, ¿te encuentras bien? —preguntó su madre.

—Sí, quizá un resfriado —mintió, tosiendo para disimular.

Al día siguiente, fue a una clínica privada. El diagnóstico la dejó hecha añicos.

—Mi madre me matará… ¿Y él? ¿Dónde está? —rompió a llorar.

La doctora se compadeció. Le explicó que, siendo temprano, podría solucionarlo, pero costaría dinero. Lucía mintió a su madre sobre medicamentos y análisis. Juntaron lo justo.

Dos días de dolor después, volvió a la universidad con una esperanza: ver a Pablo. Pero él pasó de largo, del brazo de una alumna de primer año. Los rumores decían que se casaba.

Entonces apareció Javier. No era el más guapo, ni el más popular, pero ese día la invitó al cine.

—¿Qué haces esta noche? ¿Vamos?

Lucía aceptó. Cualquier cosa era mejor que llorar por Pablo. Javier le contó una historia que la hizo reír hasta olvidar el dolor.

Era fácil estar con él. No había que fingir. Al llegar a su portal, la frase salió sola:

—Javi, ¿te gusto? Cásate conmigo.

Él la miró sorprendido.

—¿En serio? Claro que me gustas. Pero no así. —Y se marchó.

Al día siguiente, en clase, Javier interrumpió al profesor.

—Quiero pedirle matrimonio a Lucía. Prometo amarla siempre.

La sala estalló en risas y aplausos. Cuando Lucía se acercó, él esperaba con un anillo.

—¿Aceptas?

—Sí —susurró, sonrojada.

Javier le confesó después que quería que ese momento fuera especial, no un acto de desesperación.

Ahora, cinco años más tarde, Pablo estaba frente a ella. Maduro, atractivo. Lucía no pudo evitar compararlo con Javier: su marido, en camiseta y pantalones de deporte, con el yeso y esa barriguita incipiente.

—¿Bailamos? —Pablo la llevó a la pista bajo todas las miradas.

Al terminar, le ofreció llevarla a casa. En el coche, presumió de su divorcio, sus hijos, su negocio… Lucía pidió parar lejos del portal. Sabía que Javier estaría mirando por la ventana.

Al bajarse, dos desconocidos la abordaron. Uno le arrebató el bolso.

—¡Ayuda! ¡Pablo! —gritó, pero solo escuchó el rugido del motor alejándose.

De pronto, los atacantes cayeron al suelo. Ante ella apareció Javier, con una barra en la mano.

—¿Estás bien? —jadeó.

—¡Javi! —se aferró a él, sintiendo su temblor por el frío.

En casa, mientras él preparaba té, Lucía reflexionó: había llamado a Pablo, pero fue Javier quien acudió.

—¿Por qué me miras así? —preguntó él.

—Eres mi héroe. Te quiero.

—Pues a partir de ahora, no sales sola. Y saca el carné.

Esa noche, durmieron abrazados. Tres semanas después, Lucía descubrió que estaba embarazada. Cuando Javier vio el test, la besó emocionado.

Ella pensó entonces: «¿Cuándo me enamoré de él? Es el mejor hombre. Sin Pablo, nunca habría sabido lo valiente y leal que es mi marido. Años soportando mis humores, defendiéndome incluso con el brazo roto… Mientras que con tipos como Pablo solo hay problemas».

Y así aprendió que el amor verdadero no busca protagonismo; está en quien nunca te falla, incluso cuando no lo llamas.

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