“Eres mala. Me voy con papá.”
Cada día, jóvenes pasaban uno al lado del otro sin que ocurriera nada, sin miradas, sin atracción. Hasta que, un día, ella lo vio por casualidad, y su corazón latió con fuerza, sintiendo ese cosquilleo en el estómago. Él lo notó también. Y eso fue todo. A partir de ahí, ya no podían estar separados, la vida sin el otro no tenía sentido. Solo quedaba rendirse al destino y caminar juntos.
Así fue como Lucía se enamoró de Javier. Un domingo de invierno, fue a patinar con sus amigas. Lucía no era muy hábil sobre los patines: iba lenta, con cuidado, deteniéndose a menudo. Sus amigas, cansadas de arrastrarse como tortugas, se adelantaron y la dejaron atrás. Ella estorbaba a los demás, que tenían que esquivarla.
Cansada, con las piernas doloridas, decidió dirigirse hacia la valla para esperar a sus amigas. Para llegar, tuvo que cruzar en perpendicular a los demás patinadores. A solo dos metros de la valla, alguien chocó con ella.
El impacto la hizo perder el equilibrio y cayó de golpe sobre el hielo, lastimándose la cadera y la rodilla.
—Perdona. ¿Te has hecho daño? ¿Puedes levantarte? Ven, te ayudo —oyó una voz sobre ella. En un instante, unas manos firmes la sostuvieron y la pusieron de pie.
El dolor en la rodilla la hizo gemir, y si no hubiera sido por la rápida reacción del chico, que la sujetó a tiempo, habría vuelto a caer. Él la atrajo hacia sí, y sus ojos se encontraron tan cerca que Lucía pudo verse reflejada en ellos. Por un segundo, el mundo desapareció.
—¿Estás bien? —preguntó él.
Lucía volvió en sí. Los sonidos regresaron: el crujir de los patines, las risas, las voces. Pero ella seguía agarrada a las mangas de su chaqueta.
—¿No te caerás si te suelto? —preguntó él.
—No lo sé —susurró Lucía, sin apartar la mirada.
Él la soltó, y ella se mantuvo en pie.
—Bien, ahora vamos hacia la valla. No temas, te sostengo.
Con él, realmente deslizaba los patines en lugar de caminar torpemente.
—¿Por qué no salimos de la pista? Hay bancos cerca de la salida.
Lucía asintió. Con su ayuda, llegó al banco y se dejó caer.
—¿Te duele mucho? —preguntó él al sentarse a su lado—. ¿Estás sola? ¿Quieres que te acompañe?
—Vine con mis amigas.
—Mejor llámalas, avísales. Dame el número de tu taquilla, mientras voy a buscar tus zapatos.
—No hace falta, esperaré aquí —intentó resistirse débilmente.
—Vas a congelarte.
En efecto, el frío empezaba a calarle la chaqueta. Sacó el número de la taquilla y su teléfono. Mientras él iba por sus zapatos, llamó a sus amigas.
Caminaron hacia casa charlando. Después del hielo resbaladizo, el asfalto firme bajo los pies era un alivio, pero Lucía no soltaba el brazo del chico, como si el suelo aún le fallara. Él se llamaba Javier, trabajaba y era cuatro años mayor. Ella le contó que estaba en cuarto de carrera y que vivía con su madre. La química entre ellos fue instantánea. Al despedirse, él la invitó a patinar el siguiente fin de semana, pero ella negó con la cabeza.
—Prefiero ir al cine.
—De acuerdo. Te llamaré.
Pero Javier no esperó al fin de semana. Al día siguiente, la invitó a un café. No se podía pasear mucho con aquel frío. Algo los había unido literalmente, y desde entonces, no se separaron.
Lucía se enamoró perdidamente. No concebía la vida sin Javier. ¿Cómo había podido vivir antes sin él? Le parecía que se conocían de toda la vida. Llegó la primavera, y los padres de él empezaron a pasar los fines de semana en su casa de campo, dejándoles el piso para ellos solos.
La primavera dio paso a un verano que pasó en un abrir y cerrar de ojos. Después, llegó el otoño, lluvioso y frío. Los padres de Javier dejaron de ir a la casa de campo, y los jóvenes ya no tenían dónde verse.
—¿Y ahora qué? —preguntó Lucía, acurrucándose contra él.
—Ya se me ocurrirá algo —respondió Javier.
Un día, la madre de Lucía lo encaró directamente:
—¿Hasta cuándo piensas marear a mi hija?
—Pensaba pedirle matrimonio en Año Nuevo. Ni siquiera llevo el anillo encima. Pero si eso la tranquiliza, puedo pedir su mano ahora mismo —dijo Javier.
Lucía enrojeció de felicidad y vergüenza.
—Eso ya es otra cosa. El anillo me lo das en Año Nuevo. Porque vivís juntos y yo no sé qué pensar —respondió su madre, satisfecha.
La boda fue en primavera, cuando la nieve se derritió, el sol calentaba cada día más y los pájaros cantaban sin parar. Javier soñaba con tener su propio piso y había ahorrado. Con el dinero que les regalaron en la boda, lograron la entrada de la hipoteca. Los felices recién casados compraron su hogar, acordando esperar un tiempo antes de tener hijos.
Pasó el tiempo. Lucía terminó la carrera y encontró trabajo. Poco a poco, empezó a hablar de ser madre.
—Aún no hemos pagado la hipoteca. ¿Por qué la prisa? Ya llegará. ¿Sabes los problemas que tendremos? Sí, los superaremos, pero ¿para qué crearlos y luego gastar energías en resolverlos? Cuando acabemos de pagar, hablamos de niños. Tengo razón, ¿verdad? —la convencía Javier.
Era cierto, pero no iba a dar a luz de inmediato. Quedaban nueve meses, tiempo suficiente para liquidar la hipoteca…
—Basta, no discutamos —cortó él.
Discutir con él era difícil, y además, ella no quería. Pero sus amigas ya paseaban carritos, y una hasta tuvo un segundo hijo, aunque Lucía había sido la primera en casarse. Un día, volvió a sacar el tema.
—Vale, ten un hijo si tanto lo deseas —cedió Javier—. Pero te advierto: no me pidas ayuda después, ni con los pañales ni con nada. Yo gano el dinero, y tú te ocupas del niño. Y luego no te quejes de estar cansada o sin dormir. ¿De acuerdo?
Lucía quiso sentirse ofendida, pero cambió de opinión.
—¿Tienes miedo de que quiera más al niño que a ti? —adivinó.
—No sigamos por ahí. Tenlo, si tanto lo quieres.
Lucía dejó de tomar la píldora. Dos meses después, vio las dos rayitas en el test de embarazo.
Javier no compartió su alegría. Luego, llegaron las náuseas, el malestar. Él pasaba el tiempo con sus amigos. Entre ellos se alzó un muro. No acariciaba su vientre, ni parecía notar su crecimiento. Lucía se consolaba: “Nacerá, lo verá y cambiará”.
Pero ni siquiera después del nacimiento de Violeta cambió. No la cogía en brazos, ponía mala cara cuando lloraba. Si Lucía pedía dinero para pañales o ropa, él lo transfería sin decir nada.
—Ahórrame los detalles —decía.
Un día, criticó su bata manchada.
—Cuando te conocí, eras distinta —dijo con desdén.
Al día siguiente, Lucía se arregló un poco para su llegada, pero él ni siquiera lo notó.
Violeta creció, empezó a andar y hablar. Cuando Javier llegaba, corría a su encuentro, balbuceando.
—Vete con mamá, déjame descalzarme —la apartaba él, mientras el corazón de Lucía se partía en mil pedazos.