María se preparaba para ir al balneario. Jubilada ya, su hijo mayor, Javier, le había comprado el billete y le dijo:
—Mamá, tienes que ir a descansar. No me gusta cómo te veo, antes estabas más tranquila y radiante. Y no te preocupes por papá, que se apañará. No te valora, lo veo claro. Ahora entiendo que solo piensa en sí mismo, sobre todo desde que Miguel y yo nos fuimos de casa. Por cierto, él opina lo mismo.
—Ay, Javi, qué razón tienes. Y yo pensando que mis hijos no se daban cuenta de nada. Gracias, cariño. Claro que iré, ¿cuándo tendré otra oportunidad así? —sonrió agradecida.
—Cuando quieras, Miguel prometió que la próxima vez te lo paga él —contestó Javier riendo.
—Sois los mejores hijos del mundo —lo abrazó y le dio un beso en la mejilla.
—Mamá, tú también eres la mejor. Sabes que Miguel y yo siempre estaremos a tu lado. Si necesitas algo, cuenta con nosotros. ¿En quién más vas a confiar? —dijo él, satisfecho—. Bueno, me voy a casa, no esperaré a papá, no tengo tiempo, tengo que recoger a Lucas del cole. Dale recuerdos.
María y Gregorio vivían en un pueblo, en su casita. Se casaron jóvenes, por amor. Criaron a sus dos hijos y los llevaron a la vida adulta. Ahora vivían solos, pero sin darse cuenta, todo había cambiado. O mejor dicho, Gregorio había cambiado.
María llevaba dos años jubilada, mientras Gregorio seguía trabajando. Antes tenía poco tiempo libre: trabajo, la casa, el pequeño corral con un cerdo y algunas gallinas… Pero ahora su marido ya no ayudaba. Llegaba, comía y al sofá. Solo arreglaba algo de vez en cuando.
María fue al centro comercial en la ciudad y compró dos vestidos y una blusa. Al fin y al cabo, iría al balneario, y su armario no se renovaba desde hacía años. Guardó la ropa vieja del trabajo, pensando en usarla en la jubilación. Pero esto era especial. Se miraba al espejo, probándose todo, cuando Gregorio comentó, indiferente:
—Por mucho que te gires, no vas a estar más guapa. ¿Quién te va a mirar? ¿A quién le importas?
—No proyectes, cielo. No me visto para gustar, solo es de educación ir presentable —replicó ella.
—Vaya, la señora fina. Pueblo fuiste, pueblo serás.
—Y tú el señorito de ciudad. ¿Por qué te casaste conmigo, entonces?
—Qué típico, siempre con lo mismo. Era joven e inexperto, eso es todo —soltó, queriendo herirla.
Pero María ya estaba acostumbrada a sus pullas. Gregorio se había vuelto amargado, quejándose de todo, no solo de ella. Eso sí, a las mujeres guapas seguía mirándolas. Ella sospechaba infidelidades, pero nunca lo pilló. Tampoco lo espiaba.
—Si un hombre quiere engañar, lo hará. No hay fuerza que lo pare —era su filosofía.
Aún así, le dolió su comentario. Guardó la ropa y se fue a la cocina. Allí, entre tareas, pensaba.
María era una mujer agradable. En su juventud había sido una belleza, y aún conservaba ese porte elegante. Nunca fue de salones de belleza ni tratamientos. Se consideraba mayor, pero cualquiera vería a una mujer con encanto.
Gregorio, en cambio, se había vuelto distante. Antes apuesto, ahora solo parecía cansado y avejentado. Mientras cocinaba, María reflexionaba:
—Somos como extraños. Ya ni me pasa dinero, y yo cocino, limpio, le compro ropa… ¿Es que no lo ve? Para él soy un mueble más. Hasta dormimos separados.
Salió al corral a dar de comer al cerdo. Gregorio era así. Desde que dejó de importarle su mujer, ya ni se dio cuenta. Pero con otras, sí que tenía tiempo para bromas, piropos… y quién sabe qué más.
—Les hace caso, las abraza delante de mí… A mí no me valora —pensaba amargada.
—Oye, Mari, tu Gregorio vuelve a ir a la ciudad. Tiene una amiguita allí —le dijo su vecina Rosa, seria.
—¿Y tú cómo lo sabes? ¿Le hiciste de celestina? —preguntó María.
—Yo no, pero trabajo con él. Vino una tal Silvia a revisar cuentas, muy mona ella. Y tu Gregorio no paraba de orbitar a su alrededor, hasta la llevó a un café. Luego, ya te imaginas. Las compañeras dicen que ahora pide permisos para ir a la ciudad.
—Pues qué le voy a hacer —dijo María, aparentando indiferencia, aunque por dentro ardía.
Rosa se sorprendió:
—Vaya, qué tranquila estás. Yo no lo aguantaría. Le pondría los cuernos bien puestos…
Dolía escuchar eso. Pero dolía más que su marido la menospreciara después de tantos años. ¿Dónde quedó el amor de antes?
María llegó al balneario. Se adaptó rápido, hizo amigas, iba a los tratamientos y comidas con ellas. Todo le encantaba.
—Qué bien se está aquí, qué paz. Hasta me olvidé de Gregorio —pensó una noche al acostarse.
A los tres días, un hombre apuesto se acercó.
—Buenas tardes. Me llamo Mateo. ¿Y usted? —le dijo.
—María —sonrió, dándole la mano.
Empezaron a pasear juntos por las noches. Él le contó su vida:
—Vivo solo desde hace cinco años. Mi mujer murió, estuvo enferma. La cuidé hasta el fin. Mi hija vive lejos, apenas la veo.
Luego fue ella quien habló. Mateo le inspiraba confianza, quería desahogarse, que la comprendieran. Pronto se dieron cuenta de lo mucho que tenían en común.
María notaba que Mateo se había enamorado. Le gustaba cada gesto suyo, su mirada cálida. Le hacía cumplidos y ya se tuteaban.
—María, qué bien conservada estás. No puedo apartar la vista de ti —le confesó.
Ella, que se creía fea por culpa de su marido, floreció a su lado. Se sentía feliz, como si lo conociera de toda la vida.
Mateo era caballeroso y respetuoso. En dos semanas, María rejuveneció, más guapa que nunca.
—María, desde que mi mujer murió, no había conocido a nadie como tú. Te quiero. Si tu matrimonio está así, divórciale. Casémonos y seamos felices. Dame tu número, te llamaré.
La despedida fue triste. María volvió a casa radiante. Sus hijos la visitaron, alegres por ella. Gregorio, en cambio, la observaba ceñudo, más ojeroso que nunca. Parecía que nadie le había cocinado bien. Mateo llamaba cada día. Ella hablaba con él a escondidas.
—Pronto iré por ti. Habla con tu marido —le decía.
Pero una noche, Gregorio entró en su habitación —dormían separados—. La miró apesadumbrado, casi con lágrimas.
—María, sé que hay otro hombre. Te oigo hablar con él. Pero no te dejaré ir. Eres mi mujer, te quiero. Nadie te amará como yo. Perdóname por mis tonterías, mis ofensas. Tú eres la mejor mujer del universo. Solo te quiero a ti. ¿Nunca te molestó que halagara a otras? ¿Tan poco te importaba?
Ella quiso decirle cuánto le había dolido, pero se contuvo. ¿A él le dolía su indiferencia?
Gregorio se arrodilló, abrazándola. Ella sintió calor en el pecho y recordó que lo amaba.
Luego llamó a Mateo para pedirle que no contactaraY así, entre risas y algún que otro reproche cariñoso, María y Gregorio reencontraron el amor que el tiempo casi les había robado.