Eres culpable de tu falta de dinero: nadie te obligó a casarte y tener hijos”, me dijo mi madre cuando le pedí ayuda.

Hoy he sentido el peso del mundo sobre mis hombros.

*”Tienes la culpa de no tener dinero. Nadie te obligó a casarte ni a tener hijos”*, me espetó mi madre cuando le pedí ayuda. Sus palabras me atravesaron como un cuchillo.

A los veinte años me casé con Javier. Alquilamos un diminuto piso en las afueras de Toledo. Los dos trabajábamos: él en la construcción, yo en una farmacia. Vivíamos con lo justo, pero nos bastaba. Soñábamos con ahorrar para una casa propia, y entonces, todo parecía posible.

Luego nació Lucas. Dos años después, Mateo. Me quedé de baja maternal, y Javier empezó a hacer horas extra. Aun así, el dinero no alcanzaba. Todo se iba en pañales, leche en polvo, médicos, facturas y, claro, el alquiler. Solo la renta se llevaba la mitad de su sueldo.

Miraba a mis niños y cada mañana me despertaba con la misma angustia: ¿y si Javier enfermaba? ¿Y si nos echaban del piso? ¿Qué haríamos entonces?

Mi madre vivía sola en un piso de dos habitaciones. Mi abuela también. Las dos en Madrid. Las dos con un salón vacío. *No pido un palacio*, pensaba. *Solo un rincón, temporal. Mientras los niños son pequeños. Mientras nos reponemos.*

Le propuse a mi madre que se mudara con mi abuela: las dos juntas en un piso, y nosotras en el otro. No ocupábamos mucho espaciosolo Javier, yo y los niños. Pero ni siquiera quiso escucharme.

*¿Vivir con mi madre?* bufó. *Pero ¿estás loca? ¿Crees que mi vida ya terminó? Todavía soy joven. Y con la vieja, solo voy a amargarme. Vive donde quieras, pero no me molestes.*

Tragué su desprecio en silencio. Después llamé a mi padre. Lleva años viviendo con su nueva mujer. Tienen un piso amplio de cuatro habitaciones, y esperaba que se llevara a mi abuela. Al fin y al cabo, es su madre. Pero también se negó. Dijo que tenía hijos del segundo matrimonio y que *”la casa ya está hasta los topes”*.

Desesperada, volví a llamar a mi madre. Lloré. Le rogué que nos acogiera, aunque fuera un tiempo. Fue entonces cuando me soltó:

*La culpa es tuya por no tener dinero. Nadie te mandó casarte. Nadie te pidió tener hijos. ¿Quisiste ser adulta? Pues ahora aguanta las consecuencias. Resuelve tus problemas sola.*

Me quedé como si me hubieran dado una bofetada. Me senté en la cocina con el móvil en la mano, y el mundo parecía desmoronárseme. Esto venía de mi madre. De la mujer que debía ser mi apoyo. No pedía nada exageradosolo un rincón, solo un poco de compasión.

Al día siguiente, Javier y yo hablamos de qué hacer. La única que respondió a nuestro desespero fue su madre, Doña Carmen. Vive en un pueblo cerca de Guadalajara, en una casa con patio. Tiene una habitación libre y nos dijo que nos recibiría con los brazos abiertos. Hasta se ofreció a cuidar de los niños mientras trabajamos.

Pero tengo miedo. No es la ciudad. Es el campo. No hay centro de salud, ni colegio decente, ni siquiera transporte. Temo que, si nos vamos allí, jamás salgamos. Que los niños crezcan sin oportunidades, sin futuro. Que yo me rinda, que me encierre en mí misma.

Aun así, no tenemos opción. Mi madre me dio la espalda. Mi abuela es demasiado mayor para acogernos. Mi padre no nos considera familia. Y ahora estoy en la encrucijada: ir hacia la nada o aceptar una ayuda que, aunque ajena, es sincera.

¿Sabes lo que más duele? No es la pobreza. No es la dificultad. Es saber que los de tu propia sangre son los más lejanos cuando más los necesitas. Y mi mayor miedo no es por mí. Es por mis hijos. Que nunca sientan en carne propia lo que es ser indeseados por su propia abuela.

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MagistrUm
Eres culpable de tu falta de dinero: nadie te obligó a casarte y tener hijos”, me dijo mi madre cuando le pedí ayuda.