—¡Pero si es mi hermana! —exclamó el hombre cuando su hermanita decidió hacer una barbacoa justo encima de mis rosales. Mi respuesta alcanzó los dos metros de altura…
Imagínense esta escena: nos tocó en herencia una casita de campo de mi suegra. Bueno, casita… más bien el nombre. Una vivienda medio derruida, una valla de tres tablones y un terreno lleno de maleza hasta la cintura. Mi marido, como la mayoría de los hombres, lo miró todo y dijo: “Qué va, mejor venderlo”.
Pero yo… bueno, tengo ese carácter, ¡terca como una mula! Me encariñé con ese pedacito de tierra. Ya lo veía bonito, lleno de vida. Pasé un año entero obsesionada con la casita. Invertí casi todos nuestros ahorros y, por supuesto, mi energía.
Pinté la casa yo misma, contraté obreros para arreglar el tejado. Pero lo más importante: planté un jardín. Y no un simple huerto, chicas, ¡sino una pequeña Inglaterra en miniatura! Rosales, peonías, hortensias… Cuidaba cada flor como si fuera un bebé.
Al principio, mi marido se reía, pero cuando vio el resultado, hasta me ganó su respeto. “Vaya, Luisa, ¡esto es increíble!”, decía, admirando mis macizos florecidos. Y, la verdad, era feliz. Tenía mi refugio, mi válvula de escape.
Pero la felicidad duró poco. Mi cuñada, Marina, se enteró de nuestra “finca”. Una señorita de ciudad, que no sabe ni sujetar una azada, pero eso sí, le encanta disfrutar del campo… ¡sobre todo si alguien más lo ha cuidado por ella!
Un sábado cualquiera, sin avisar, un coche aparcó en nuestro terreno. Y de él salió toda la tropa de Marina: ella, su marido y sus dos niños revoltosos.
—¡Luiiisaa, hola! ¡Hemos venido a hacer una barbacoa! —anunció desde la entrada.
Yo, claro, me quedé helada, pero ¿qué iba a hacer? Son familia. Les enseñé la casa, les ofrecí café. Pero ellos, ni se quitaron los zapatos, y se lanzaron directamente a la terraza recién limpiada. Y empezó el desastre…
Chicas, aquello no fue un día de campo, fue una invasión bárbara. Su marido colocó el enorme asador justo encima de mis rosales trepadores. Los niños corrían como locos, pisoteando las peonías y rompiendo las hortensias.
Y Marina, como una reina, daba órdenes: “Luisa, tráenos unos pepinillos”, “¿Dónde tenéis las toallas limpias?”. Cuando se fueron, dejaron montañas de basura, el césped destrozado y mis preciosas plantas hechas trizas.
Me quedé en medio de aquel caos, conteniendo las lágrimas.
Y esto, queridas mías, fue solo el principio. Empezaron a venir todos los fines de semana. ¡Y sin el más mínimo remordimiento! No recogían, no fregaban los platos. Una vez llegué y habían usado mis guantes nuevos de jardinería para limpiar el asador. ¿Se puede creer?
Por la noche, intenté hablar con mi marido. Le expliqué como a un niño que esa casa era mi sueño, que me dolía verlo todo destrozado. Pero él, mi blandengue, solo suspiraba.
—Luisa, te entiendo. Pero aguanta un poco, ¡es mi hermana! No puedo decirle que no. Somos familia. Evitemos dramas.
Y en ese momento lo entendí: el drama era inevitable. Porque mi “pequeña Inglaterra” se había convertido en un merendero público. Y mi “querida familia” me pisoteaba. El plan de venganza surgió al instante. Frío. Calculador.
La semana siguiente, saqué una buena suma de nuestra cuenta común. Cuando mi marido vio el SMS por la noche, casi le saltan los ojos.
—¡Luisa, ¿te has vuelto loca?! ¿En qué te has gastado tanto dinero?
—En fortalecer la familia, cariño —le sonreí con mi mejor misterio—. Pronto lo verás.
Todo el sábado siguiente, la casita fue un hervidero de actividad: llegó un equipo de obreros. Trabajaron rápido, como si supieran que el tiempo apremiaba. Mi marido no salía de su asombro, mientras yo, desde mi tumbona con un vaso de tinto frío, supervisaba todo.
A las seis en punto, cuando clavaron el último tornillo, habría pagado por ver su cara. En medio del terreno ahora había una valla de dos metros de altura, dividiendo el espacio en dos.
De un lado, nuestra casita, la terraza y mis preciosos macizos. Del otro, la zona “barbacoa” abandonada, llena de maleza, y el viejo cobertizo. En la valla instalé una portezuela… con un candado bien grueso.
—¿Qué… qué es esto? —balbuceó mi marido, desconcertado.
—Esto, querido, es nuestro “compromiso familiar” —respondí tranquila—. Esta mitad es mía. Aquí mando yo. La otra es para tu adorada familia. Que Marina se ponga patas arriba y ase carne todo lo que quiera… ahora tiene su propio territorio.
Y entonces, como si lo hubiera planeado, llegó el coche de Marina. Ella salió, vio la valla y se quedó petrificada. Su cara… chicas, era una mezcla de shock, indignación y puro desconcierto.
Empezó a gritar, a llamar a mi marido, exigiendo explicaciones… Y yo, sin decir nada, cogí mi tumbona y la trasladé al otro lado de la valla.
Díganme con sinceridad, queridas: ¿fui demasiado dura? ¿O a veces, para proteger nuestro pequeño paraíso, hay que levantar un muro bien alto?