Se llamaba Lucía, una antigua compañera de trabajo. Horas antes de la cena de celebración, su marido llamó y dijo: “Necesitamos hablar”.
Elena estaba en la cocina de su piso en Sevilla, colocando con cuidado servilletas en la mesa decorada para la cena especial. Hoy cumplían diez años de matrimonio con Alejandro, y quería que todo fuera perfecto: las velas, su vino favorito, el aroma del pescado al horno llenando la casa. Pero justo antes de que llegaran los invitados, sonó su teléfono. En la pantalla apareció el nombre de su marido. “Elena, necesitamos hablar”, dijo él con una voz fría y distante. En ese momento, su corazón se encogió por el presentimiento de que algo iba mal. Aún no sabía que esa llamada cambiaría su vida, pero ya sentía cómo todo lo que había construido durante años se derrumbaba.
Alejandro era su apoyo, su amor, la persona con la que había compartido sueños y dificultades. Se conocieron en la universidad, se casaron jóvenes y juntos criaron a su hija, Sofía. Elena confiaba en él plenamente, incluso cuando trabajaba hasta tarde o viajaba por negocios. Se enorgullecía de su éxito—Alejandro era jefe de departamento en una gran empresa, y su carisma le abría puertas. Pero ahora, con el teléfono en la mano, recordó pequeños detalles que antes había ignorado: su mirada ausente, respuestas cortantes, llamadas que terminaba de forma extraña. El nombre “Lucía” apareció en su memoria como una mancha oscura que había intentado no ver.
Lucía había sido su compañera de trabajo hacía dos años. Elena la vio un par de veces en eventos de la empresa—alta, con una sonrisa segura y una mirada que se detenía en Alejandro un poco más de lo necesario. En ese momento, Elena apartó el pinchazo de celos: “Solo una compañera, nada grave”. El propio Alejandro le contó que Lucía había dejado el trabajo y se había mudado a otra ciudad. Pero ahora, escuchando su respiración pesada al otro lado del teléfono, Elena entendió: Lucía no se había ido. “No quería que esto pasara, Elena”, empezó él, y cada palabra era como un golpe. Confesó que llevaba un año viéndose con Lucía, que ella había vuelto a Sevilla, que estaba “confundido”. Elena guardó silencio, sintiendo cómo el suelo desaparecía bajo sus pies.
No recordó colgar. Tampoco apagar el horno o recoger las velas que esa misma mañana había encendido con esperanza. Sus pensamientos giraban en un torbellino: “¿Cómo pudo hacerlo? Diez años, Sofía, nuestro hogar—¿todo por ella?”. Elena se sentó en el sofá, apretando la foto de su boda, intentando entender cuándo su vida se había convertido en una mentira. Recordó cómo Alejandro la abrazó la semana pasada, cómo prometió a Sofía un viaje a la montaña. Y todo ese tiempo, estuvo con otra. La traición le quemaba por dentro, pero lo peor era pensar: no se dio cuenta porque confiaba. Lo amó tanto que se quedó ciega.
Cuando Alejandro regresó a casa, Elena lo recibió en silencio. Los invitados no llegaron—canceló la cena, incapaz de fingir. Él parecía culpable, pero no derrotado. “No quise hacerte daño, Elena. Pero con Lucía… es diferente”, dijo, y esas palabras la destrozaron. No gritó, no lloró—solo lo miró como a un desconocido. “Vete”, finalmente exhaló, y su voz sonó más firme de lo que esperaba. Alejandro asintió, tomó su bolsa y salió, dejándola sola en un piso que aún olía a celebración, pero donde ya no había nada que festejar.
Pasó un mes. Elena intentó vivir por Sofía, que aún no conocía toda la verdad. Sonreía a su hija, le preparaba el desayuno, pero por las noches lloraba, preguntándose una y otra vez: “¿Por qué no fui suficiente?”. Sus amigos la apoyaban, pero sus palabras no curaban la herida. Se enteró de que Alejandro y Lucía ahora vivían juntos, y esa noticia fue otro golpe. Pero en lo más profundo, Elena sintió algo nuevo brotando dentro de ella: fuerza. No se rompió. Canceló esa cena, pero no su vida.
Ahora, Elena mira al futuro con cautelosa esperanza. Se apuntó a un curso de diseño, algo que siempre quiso hacer, pasaba más tiempo con Sofía y aprendió a valorarse. Alejandro llama, pide perdón, pero ella no está lista para escucharlo. Lucía, cuyo nombre alguna vez fue solo una sombra, ya no tiene poder sobre ella. Elena sabe: su vida no es él, ni su matrimonio—es ella misma. Y ese aniversario, que debió ser una fiesta, se convirtió en el comienzo de su nueva historia. Una en la que ya no vivirá por promesas ajenas.