La historia comenzó con un grito al otro lado del teléfono.
—¡Carmen! ¡Pero ¿qué estás haciendo?! —La voz de Lucía temblaba de indignación—. ¡Es mi boda, la mía! ¡Llevo esperando este día año y medio!
—Cariña, entiéndelo… —La respuesta de su amiga era tranquila—. Fue David quien me llamó anoche. ¡Él! ¿Qué iba a hacer, decirle que no? Ya sabes que tuvimos algo en la universidad.
Lucía se dejó caer en el sofá, el móvil le temblaba en la mano.
—¡Pero la boda es el sábado! El vestido, los invitados, el restaurante… ¡Carmen, ¿cómo has podido?!
—¿Y qué querías que hiciera? Me dijo que se había equivocado, que me quería a mí. Lo siento, pero… el corazón tiene razones que la razón no entiende.
Lucía lanzó el teléfono sobre el cojín y rompió a llorar. Fuera, la lluvia de octubre caía suavemente, sobre la mesa descansaban los papeles del registro civil, y en el armario colgaba su vestido blanco, comprado con lágrimas de felicidad.
Su madre entró al oírla, se sentó a su lado y la rodeó con un brazo.
—¿Qué pasa, hija?
—David… se casa con Carmen —logró decir entre sollozos—. Mañana van al registro. ¡Y nuestra boda era dentro de una semana!
Isabel movió la cabeza con tristeza y la abrazó con más fuerza.
—Pues no era el hombre para ti, Lucía. Más vale ahora que después de casados.
—Pero, ¿por qué, mamá? ¿Por qué siempre soy la segunda opción? —El llujo ahogaba sus palabras—. En el instituto, Javier estuvo conmigo hasta que llegó la nueva. En la residencia, Álvaro me cortejó tres meses y luego se fue con una compañera. Y ahora David…
Su madre le acarició el pelo en silencio. Recordaba la ilusión con la que Lucía preparaba todo, cómo brillaba al probarse el vestido. Nunca le había gustado David; algo en él le daba mala espina. Demasiado perfecto, demasiado elocuente… pero los ojos, esos ojos vacíos.
—Mamá, ¿qué hago ahora? Todo el mundo lo sabrá. La tía Concha ya tiene los billetes desde Valladolid, el tío Pablo pidió días libres…
—¿Qué puedes hacer? Seguir adelante. Eres joven, guapa e inteligente. Encontrarás a alguien que te valore.
Lucía alzó la mirada, sus ojos brillaban de lágrimas.
—¿Y si no lo encuentro? Ya tengo veintisiete, mamá. Todas mis amigas están casadas, con hijos. Y yo, como una boba, yendo a citas y esperando que…
—Lo encontrarás —la interrumpió su madre con firmeza—. Te lo aseguro.
Isabel no le contó que ella misma había pasado por algo parecido. Que también fue un plan B hasta que conoció al padre de Lucía. Un hombre sencillo, sin aspavientos, sin fortuna, pero que la amó de verdad hasta el último día.
El timbre de la puerta interrumpió sus pensamientos. Lucía se estremeció: ¿y si era David? ¿Y si se había arrepentido?
Era la vecina, la tía Marga, con un tarro de mermelada en las manos.
—¡Lucía, corazón! Me he enterado… ¡No te preocupes, ese David no valía nada! Ya lo vi desde el principio. Mira que venir ahora con estos modos…
—Tía Marga, por favor… —susurró Lucía, exhausta.
—¡Es que hay que decirlo! Tú eres una chica trabajadora, buena. Pocas hay así. Y él es un tonto por no verlo. Escucha —la vecina se sentó al borde del sofá—, tengo un sobrino, Antonio. Divorciado, sí, pero buen hombre. Trabaja en una fábrica, no bebe, adora a los niños. ¿Quieres que os presente?
Lucía negó con la cabeza.
—No, gracias. Ahora no estoy para nada de eso.
—Bueno, pues igual le hablo de ti. A lo mejor él se anima.
Después de que se fuera la vecina, Lucía se quedó mirando la lluvia por la ventana. ¿Por qué siempre pasaba lo mismo? ¿Por qué era solo un refugio temporal hasta que encontraban a alguien mejor?
En el instituto, se enamoró de Javier Márquez, capitán del equipo de fútbol. Todas suspiraban por él, pero escogió a la tímida Lucía. Fueron seis meses de felicidad, hasta que llegó Claudia, una chica de Madrid, moderna y segura de sí misma. Javier la dejó con un: “Encontrarás a alguien mejor”.
En la residencia, apareció Álvaro, listo, guapo, con futuro. Pero al cabo de tres meses, descubrió que llevaba un año prometido con una chica de su pueblo. “Solo éramos amigos”, dijo. Esa frase le dolía cada vez que conocía a alguien nuevo.
Y luego vino David. Alto, atractivo, ejecutivo en una gran empresa. La cortejó con flores, cenas, promesas. Hablaron de boda, de hijos, de una vida juntos. Hasta que reapareció Carmen, su ex de la universidad.
—Eres una chica maravillosa —le dijo él, y el estómago se le heló—, pero somos demasiado diferentes. Tú eres hogareña, tranquila… y yo necesito a alguien más ambiciosa.
—¿Carmen, quieres decir?
El rubor de David fue respuesta suficiente.
—No quería que lo supieras así. Las cosas… simplemente pasaron.
Se fue prometiendo devolverle el dinero del restaurante. Como si eso arreglara algo.
Lucía se miró al espejo. Rostro normal, cuerpo normal, ropa normal. Quizá ese era el problema: era demasiado corriente, demasiado predecible.
Al día siguiente, fue a trabajar en el hospital, donde todos sabían ya lo de la boda cancelada. Las miradas de pena, los intentos de animarla, las propuestas para presentarle a “un buen chico”.
En la cafetería, se acercó Víctor, un médico de otro turno. Un tipo normal, de treinta y tantos, sin pretensiones.
—Oye, Lucía… si necesitas hablar o algo, ya sabes. Yo también pasé por un divorcio. Duele, pero se supera.
Hablando, descubrió que tenía un hijo, Pablo, de ocho años. Y sin pensarlo mucho, aceptó quedar con él el fin de semana.
No se vistió especialmente—jeans, jersey—, pero Víctor le llevó un ramo de margaritas.
—Son sencillas, no quería que pensaras…
—Gracias. Son preciosas.
Hablando, todo fue fácil. Víctor no fingía, no usaba palabras bonitas. Solo era él. Le contó que su ex lo engañó tres años, pero que ahora entendía que no eran compatibles.
—¿Y qué no le gustó de ti a tu David? —preguntó en un momento.
—Que no era lo bastante ambiciosa, según él.
Víctor negó con la cabeza.
—Tonterías. Eres buena persona, trabajadora. ¿Qué más quiere un hombre? Si busca otra cosa, el problema es suyo.
Empezaron a verse más: cine, paseos, cafés. Víctor le presentó a su hijo, un niño listo que enseguida se encariñó con ella.
—Papá, ¿la tía Lucía va a ser nuestra mamá? —preguntó un día, sin filtro.
Seis meses después, Víctor le pidió que se casara con él. Sin grandilocuencia, solo un “quiero pasar mi vida contigo”.
—¿Y si solo soy tu segunda opción? —dijo Lucía.
—No lo eres —respondió él—. Porque no te elegí por tu éxito o tu belleza. Te elegí porque contigo me siento en casa.
En su boda modesta, con treinta invitados, Lucía llevaba unY cuando, un año después, David la llamó para decirle que su matrimonio con Carmen había fracasado y que quería volver, Lucía solo sonrió, miró su anillo y supo que por fin había dejado de ser el plan B de nadie.