Era el invierno de 1950 y el frío traspasaba el alma. En una habitación oscura, con paredes de adobe y olor a tierra mojada, una muchacha de apenas diecisiete años jadeaba…

Era el invierno de 1950 y el frío se clavaba en los huesos. En una habitación oscura, con paredes de adobe y olor a tierra húmeda, una muchacha de apenas diecisiete años jadeaba, aferrada a las sábanas mientras los dolores del parto la sacudían. Estaba sola, excepto por la comadrona, una mujer mayor de manos callosas y corazón endurecido por la vida.
Cuando al fin el llanto agudo del recién nacido rompió el silencio, la joven Carmen sintió que el alma volvía a su cuerpo.
Es una niña preciosa dijo la comadrona, envolviéndola en una manta y acercándola al pecho de Carmen.
Carmen la sostuvo con torpeza, aún temblorosa y manchada de sudor, pero en sus ojos brillaba la ternura de quien descubre el amor más puro. La miró, segura de que jamás permitiría que nadie se la arrebatara.
Pero la ilusión duró apenas un instante.
La puerta se abrió de golpe, y su madre, doña Isabel, entró como una tormenta. Vestida de negro como si el luto fuera su segunda piel y con una mirada de hielo.
Dámela ordenó, arrancando a la bebé de sus brazos.
¡No, madre! ¡Es mía! gritó Carmen, intentando levantarse, débil como un junco.
¡Calla! le cortó con una voz que heló el aire. Nació mal. Tiene ese defecto de los niños que no duran. No vale la pena.
Carmen gritó, lloró, suplicó con desesperación. Pero doña Isabel no vaciló. Envolvió a la niña con brusquedad, salió y cerró la puerta con un portazo que resonó como un disparo en el pecho de Carmen.
Esa noche, se quedó con los brazos vacíos, ahogando un nombre que nunca pudo pronunciar.
Pasaron los años. En el pueblo, todos creían que su hija había muerto al nacer. Así lo quiso su madre. Carmen, obligada a callar, aprendió a sonreír mientras su corazón se consumía.
Se marchó de casa a los veinticinco, sin volver la vista atrás. No podía perdonar. No podía olvidar. Pero tampoco podía seguir así.
El tiempo pasó como hojas al viento. Carmen se hizo maestra, vivía sola, sin marido ni hijos. En lo más hondo, sentía que algo suyo seguía enterrado en aquella habitación fría.
Hasta que una tarde de primavera, volvió al pueblo. Su madre había muerto, y con ella, quizás, las cadenas que la ataban.
Caminaba por la plaza mayor, donde jugaba de niña. El olor a pan recién hecho se mezclaba con el de los geranios. Iba a sentarse en un banco cuando la escuchó: una risa de niña, fresca como el agua de un manantial.
Se dio la vuelta.
Y entonces la vio.
Una niña de unos nueve años jugaba con una muñeca de trapo. Llevaba trenzas revueltas, un vestido remendado y unos ojos almendrados que brillaban con una luz que le partió el alma.
El corazón le golpeó el pecho.
Se acercó despacio, las rodillas temblando.
Hola, cariño ¿cómo te llamas? preguntó, con la voz quebrada.
La niña la miró, sin miedo, con curiosidad.
Me llamo Lucía contestó, sonriendo.
Carmen sintió que el mundo se detenía. Lucía. Ese era el nombre que había elegido para su hija. El nombre que llevó callado tanto tiempo.
Casi se desploma.
Entonces, una mujer mayor de piel curtida por el sol se acercó y le puso una mano en el hombro a la niña.
¿La conoce? preguntó con cautela.
Yo me pareció reconocerla murmuró Carmen.
La mujer bajó la mirada, incómoda.
Vive conmigo desde que era un bebé. Una señora me la dejó, dijo que su madre no la quería, que había que esconderla. Nunca supe bien por qué.
Carmen sintió que el alma se le escapaba.
¡Eso no es cierto! ¡Yo la amé! ¡Me la quitaron! gritó, sin poder contenerse.
La mujer retrocedió, sorprendida.
La niña, en cambio, se acercó.
¿Tú eres mi mamá? preguntó, con esa franqueza que solo tienen los niños.
Carmen cayó de rodillas y rompió a llorar.
Sí, mi vida soy tu mamá. Perdóname por no haberte encontrado antes.
La niña la abrazó sin decir nada. Su cuerpecito era cálido, real, suyo.
Ese día, Carmen entendió que la vida, a veces, concede segundas oportunidades. No importaban los años perdidos ni las habladurías. Había recuperado a su hija.
Y esta vez, nadie volvería a separarlas.
A veces, el destino devuelve lo que el dolor arrebató. Y cuando lo hace, solo queda agradecer.

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MagistrUm
Era el invierno de 1950 y el frío traspasaba el alma. En una habitación oscura, con paredes de adobe y olor a tierra mojada, una muchacha de apenas diecisiete años jadeaba…