Era un crudo invierno de 1950 y el frío cortaba como cuchillo. En una estancia oscura, con paredes encaladas y olor a leña húmeda, una muchacha de apenas diecisiete años jadeaba, aferrada a las sábanas mientras los dolores del parto la sacudían. Solo la acompañaba la comadrona, una mujer de manos ásperas y mirada curtida por la adversidad.
Cuando el llanto agudo del recién nacido rompió el silencio, la joven Carmen sintió que la vida volvía a su cuerpo.
Es una niña preciosa murmuró la comadrona, envolviéndola en una manta de lana y acercándola al pecho de Carmen.
Ella la sostuvo con torpeza, aún temblorosa y manchada de sudor, pero en sus ojos ardía el amor de una madre primeriza. La miró con la certeza de que jamás dejaría que nadie se la arrebatara.
Pero ese sueño duró apenas un instante.
La puerta se abrió de golpe, y su madre, doña Margarita, entró como una tormenta. Vestida de negro como si hubiera muerto alguien y con el ceño fruncido.
Dámela ordenó, arrancando a la bebé de sus brazos.
¡No, madre! ¡Es mía! gritó Carmen, intentando levantarse, débil aún.
¡Silencio! le espetó con voz helada. Ha nacido mal. Tiene ese… mal de los pobres de espíritu. No vivirá. No merece la pena.
Carmen gritó, lloró, suplicó. Pero doña Margarita no vaciló. Envolvió a la niña con brusquedad, salió y cerró la puerta con un portazo que resonó como un trueno en el pecho de Carmen.
Aquella noche, se quedó con los brazos vacíos, sollozando un nombre que nunca pudo pronunciar en voz alta.
Pasaron los años. En el pueblo, todos creían que su hija había muerto al nacer. Así lo dispuso su madre. Carmen, obligada a callar, aprendió a sonreír con los labios mientras su corazón se consumía.
Se marchó de casa al cumplir los veinticinco, sin volver la vista atrás. No podía perdonar. No podía olvidar. Pero tampoco sanar.
Los años cayeron como pétalos marchitos. Carmen se hizo maestra, vivió sola, sin marido ni hijos. En lo más hondo, sentía que algo de ella seguía enterrado en aquella habitación fría.
Hasta que, una tarde de abril, regresó al pueblo. Su madre había muerto, y con ella, quizás, las últimas cadenas que la ataban.
Paseaba por la plaza mayor, donde de niña jugaba al corro. El olor a pan recién horneado se mezclaba con el de los geranios. Iba a sentarse en un banco cuando la escuchó: una risa infantil, clara como el agua de manantial.
Se volvió.
Y entonces la vio.
Una niña de unos ocho años jugaba con una muñeca de trapo. Llevaba coletas revueltas, un vestido remendado… y unos ojos almendrados que brillaban con una dulzura que le hizo temblar las entrañas.
El corazón le golpeó el pecho.
Se acercó despacio, con las rodillas flojas.
Hola, cariño… ¿cómo te llamas? preguntó con voz quebrada.
La niña la miró, curiosa, sin recelo.
Me llamo Lucía contestó con una sonrisa.
Carmen sintió que el tiempo se detenía. Lucía. Ese era el nombre que había elegido para su hija. El nombre que llevó callado tantos años.
Notó que las piernas le fallaban.
Entonces, una mujer mayor de rostro ajado y delantal de harina se acercó y posó una mano sobre el hombro de la niña.
¿La conoce? preguntó con cautela.
Yo… me pareció reconocerla balbuceó Carmen.
La mujer bajó la mirada.
Vive conmigo desde que era un bebé. Una señora me la trajo, dijo que su madre no la quería, que debía ocultarla. Nunca supe toda la historia…
Carmen sintió que el alma se le escapaba.
¡Eso no es cierto! ¡Yo la quise! ¡Me la arrebataron! gritó, sin poder contenerse.
La panadera retrocedió, sorprendida.
La niña, en cambio, dio un paso hacia ella.
¿Tú eres mi madre? preguntó, con la franqueza de los niños.
Carmen cayó de rodillas y rompió a llorar.
Sí, cielo… soy tu madre. Perdóname por no haberte encontrado antes.
La niña la abrazó sin decir nada. Su cuerpecito era tibio, real, suyo.
Aquel día, Carmen supo que la vida, a veces, concede una segunda oportunidad. No le importó el qué dirán, ni los años perdidos. Había recuperado a su hija.
Y esta vez, nadie volvería a separarlas.