Era el invierno de 1950 y el frío calaba hasta los huesos. En una habitación oscura, con paredes de adobe maltratadas y el aire impregnado de humedad, una joven de tan solo diecisiete años jadeaba, aferrándose a las sábanas mientras las contracciones la sacudían. Estaba sola, a excepción de la partera, una mujer mayor de manos ásperas y corazón habituado a la tragedia.

Era el crudo invierno de 1950 y el viento calaba hasta los huesos. En una habitación oscura, con paredes de piedra y olor a humedad, una joven de apenas diecisiete años jadaba, aferrada a las sábanas mientras las contracciones la sacudían. Estaba sola, salvo por la partera, Doña Pilar, una anciana de manos ásperas y corazón curtido por demasiadas tragedias.

Cuando por fin el llanto agudo de un recién nacido rompió el silencio, la joven Inés sintió como si el alma volviera a subir al cuerpo.

Es una niña preciosa dijo la partera, envolviéndola en una manta y apoyándola sobre el pecho de Inés.

Inés la abrazó con torpeza, temblorosa y todavía manchada de sangre, pero en sus ojos brillaba la ternura de una madre primeriza. La miró, convencida de que nada ni nadie la separaría de esa criatura.

La ilusión duró apenas unos segundos.

Un golpe seco abrió la puerta y entró su madre, doña Carmen, como una ráfaga. Vestida de luto aunque nadie había muerto y con el ceño fruncido como una tabla.

¡Dámela! exigió, arrebatándole el bebé de los brazos.

¡No, mamá! ¡Déjamela! gritó Inés, intentando ponerse en pie con las piernas de mantequilla.

¡Calla! la cortó con voz tan fría como la escarcha. Nació mal. Tiene ese ese mal de los mongólicos. No sobrevivirá. No vale la pena.

La joven sollozó, imploró, se revolcó en la desesperación. Pero su madre no cedió. Envuelve al bebé con más fuerza, sale de la habitación y cierra la puerta con un portazo que retumba como un disparo en el pecho de Inés.

Esa noche se quedó con los brazos vacíos, gritando un nombre que nunca llegó a pronunciar.

Pasaron los años. En el pueblo todo el mundo creía que su hija había muerto al nacer, tal y como quiso su madre. Inés, obligada al silencio, aprendió a vivir con una sonrisa de porcelana, mientras el corazón se le podaba por dentro.

Se marchó de casa cuando cumplió veinticinco, sin mirar atrás. No podía perdonar. No podía olvidar. Pero tampoco podía sanar.

Los años siguieron cayendo como hojas secas. Inés se hizo maestra de primaria, vivía sola, sin esposo ni hijos. En el fondo, sentía que unaparte de ella seguía enterrada en aquella habitación lúgubre.

Hasta que, una tarde de primavera, volvió al pueblo. Su madre había fallecido y, con ella, quizás, los últimos restos de esa cadena que la aprisionaba.

Caminó por la plaza mayor, la misma donde jugaba de niña. El aroma del pan recién horneado se mezclaba con el de las rosas marchitas. Inés estaba a punto de sentarse en una banca cuando escuchó: una risa infantil, limpia, cristalina, como un susurro del pasado.

Se giró.

Y entonces la vio.

Una niña de unos nueve años jugaba con una muñeca de trapo. Llevaba trenzas desordenadas, un vestido floreado remendado en los bordes y unos ojos almendrados que brillaban con una dulzura extraña, una luz que removió algo profundo dentro de Inés.

El corazón le martilló el pecho.

Se acercó despacio, con las piernas temblorosas.

Hola, preciosa ¿cómo te llamas? preguntó con voz quebrada.

La niña la miró, sin miedo, con curiosidad.

Me llamo Esperanza respondió, sonriendo.

Inés sintió que el mundo se detenía. Esperanza. Ese era el nombre que había pensado para su hija, el que había tragado durante tantos años.

Le fallaron las rodillas.

En ese momento, una mujer mayorde rostro curtido y manos de panaderase acercó a la niña y la tomó del hombro.

¿La conoce? le preguntó a Inés, con cautela.

Yo la vi y me pareció familiar balbuceó ella.

La mujer bajó la mirada, incómoda.

Vive conmigo desde bebé. Una señora me la entregó, diciendo que su madre no la quería y que tenía que esconderla. Nunca supe bien la historia

Inés sintió que el alma se le escapaba por la boca.

¡Eso no es verdad! ¡Yo la amaba! ¡Me la arrebataron! exclamó, sin poder contenerse.

La panadera retrocedió un paso, sorprendida.

La niña, en cambio, la miró en silencio y dio un paso hacia ella.

¿Tú eres mi mamá? preguntó, sin drama, con la simple brutalidad de los niños.

Inés cayó de rodillas y se desbordó en llanto.

Sí, mi amor yo soy tu mamá. Perdóname por no haberte buscado antes. Por no haberte encontrado.

La niña la abrazó sin decir nada. Su cuerpecito era cálido, real, suyo.

Ese día, Inés supo que la vida, a veces, concede segundas oportunidades. No importaba el escándalo, las miradas del pueblo ni los años perdidos. Había recuperado a su hija.

Y esta vez, nadie volvería a arrebatársela.

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Era el invierno de 1950 y el frío calaba hasta los huesos. En una habitación oscura, con paredes de adobe maltratadas y el aire impregnado de humedad, una joven de tan solo diecisiete años jadeaba, aferrándose a las sábanas mientras las contracciones la sacudían. Estaba sola, a excepción de la partera, una mujer mayor de manos ásperas y corazón habituado a la tragedia.