Era el invierno de 1950, el frío penetraba hasta los huesos. En una habitación sombría, con paredes de adobe y un aroma a humedad, una joven de tan solo diecisiete años luchaba, aferrándose a las sábanas mientras las contracciones la sobrecogían. Estaba sola, acompañada únicamente por la partera, una mujer mayor de manos trabajadas y un corazón forjado por la tragedia.

Era el invierno de 1950 y el frío se metía hasta los huesos. En una habitación a penumbra, con muros de piedra y el olor a humedad, María, una muchacha de apenas diecisiete años, jadeaba aferrada a las sábanas mientras las contracciones la sacudían. Sólo estaba ella y la partera, Doña Manuela, una mujer mayor de manos ásperas y corazón curtido por la tragedia.

Cuando al fin el llanto agudo de un recién nacido rompió el silencio, María sintió que el alma volvía a su cuerpo.

Es una niña preciosa dijo Doña Manuela, envolviéndola en una manta y poniéndola sobre el pecho de María.

María la abrazó con torpeza, temblorosa y manchada de sangre, pero en sus ojos brillaba la ternura de una madre primeriza. La miró, segura de que nada ni nadie la separaría de esa criatura.

Pero la ilusión duró sólo un par de segundos.

La puerta se abrió de golpe y su madre, Doña Carmen, entró como un vendaval. Vestida de luto aunque nadie había muerto y con una mueca de disgusto grabada en el rostro.

¡Dámela! exigió, arrancándole la bebé de los brazos.

¡No, mamá! ¡Déjamela! gritó María, intentando ponerse en pie con las pocas fuerzas que le quedaban.

¡Calla! la interrumpió con voz fría como la escarcha. Nació mal. Tiene ese ese mal de los mongólicos. No sobrevivirá. No vale la pena.

María lloró, suplicó, gritó con desesperación, pero su madre no cedió. Envolvió a la bebé con más fuerza, salió de la habitación y cerró la puerta con un portazo que resonó como un disparo en el pecho de María.

Esa noche se quedó con los brazos vacíos, repitiendo un nombre que jamás llegó a pronunciar.

Pasaron los años y, en el pueblo, todos creían que su hija había muerto al nacer, tal como quiso su madre. María, obligada a callar, aprendió a vivir con una sonrisa de fachada, mientras su corazón se pudría por dentro.

Se marchó de casa a los veinticinco, sin mirar atrás. No podía perdonar, no podía olvidar, y tampoco podía sanar.

Los años siguieron cayendo como hojas secas. María se hizo maestra de primaria, vivía sola, sin marido ni hijos. En el fondo, sentía que una parte de ella seguía enterrada en aquella habitación oscura.

Hasta que, una tarde de primavera, volvió al pueblo. Su madre había fallecido y, con ella, quizá, los últimos restos de esa cadena que la aprisionaba.

Caminaba por la plaza del ayuntamiento, la misma donde jugaba de niña. El aroma del pan recién horneado, a cinco pesetas la barra, se mezclaba con el perfume de las flores de azahar. María estaba a punto de sentarse en una banca cuando escuchó: una risa infantil, limpia, cristalina, como un susurro del pasado.

Se giró.

Y entonces la vio.

Una niña de unos nueve años jugaba con una muñeca de trapo. Llevaba las trenzas despeinadas, un vestido floreado remendado en los bordes y unos ojos almendrados que brillaban con una dulzura extraña, una luz que removió algo profundo dentro de María.

El corazón le golpeó el pecho.

Se acercó despacio, con las piernas temblorosas.

Hola, preciosa ¿cómo te llamas? preguntó con la voz quebrada.

La niña la miró sin miedo, con curiosidad.

Me llamo Águeda respondió con una sonrisa.

María sintió que el mundo se detenía. Águeda el nombre que había pensado para su hija, el que había tragado durante tantos años.

Se le apagaron las piernas.

En ese momento, una mujer mayor de rostro curtido y manos de panadera se acercó a la niña y la tomó del hombro.

¿La conoce? le preguntó a María, con cautela.

Yo la vi y me pareció familiar balbuceó ella.

La mujer bajó la mirada, incómoda.

Vivo con ella desde bebé. Una señora me la entregó, me dijo que su madre no la quería y que había que esconderla. Nunca supe bien la historia

María sintió que el alma se le escapaba por la boca.

¡Eso no es verdad! ¡Yo la amaba! ¡Me la arrebataron! exclamó, sin poder contenerse más.

La panadera retrocedió un paso, sorprendida.

La niña, en cambio, la miró en silencio y dio un paso hacia ella.

¿Tú eres mi mamá? preguntó, sin drama, con la simpleza brutal de los niños.

María cayó de rodillas y estalló en llanto.

Sí, mi amor soy tu mamá. Perdóname por no haberte buscado antes, por no haberte encontrado.

Águeda la abrazó sin decir nada. Su cuerpecito era cálido, real, suyo.

Ese día, María comprendió que la vida a veces regala segundas oportunidades. No importaban los murmullos del pueblo, las miradas o los años perdidos. Había recuperado a su hija.

Y esta vez, nadie le volvería a quitársela.

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Era el invierno de 1950, el frío penetraba hasta los huesos. En una habitación sombría, con paredes de adobe y un aroma a humedad, una joven de tan solo diecisiete años luchaba, aferrándose a las sábanas mientras las contracciones la sobrecogían. Estaba sola, acompañada únicamente por la partera, una mujer mayor de manos trabajadas y un corazón forjado por la tragedia.