Era el invierno de 1950, y el frío se metía hasta los huesos. En una estancia lúgubre, con paredes de ladrillo y olor a humedad, una joven de apenas diecisiete años jadeaba, aferrada a las sábanas mientras las contracciones la sacudían. Solo estaba ella, salvo por la partera, Doña María, una anciana de manos ásperas y corazón curtido por tantas despedidas.
Cuando el llanto agudo de un recién nacido rompió el silencio, la joven Leocadia sintió que el aliento volvía a su cuerpo.
Es una niña preciosa murmuró la partera, envolviéndola en una manta y depositándola sobre el pecho de Leocadia.
Leocadia la abrazó con torpeza, temblorosa y manchada de sangre, pero en sus ojos se encendió la ternura de una madre primeriza. La miró, convencida de que nada ni nadie le arrebataría a esa criatura.
La ilusión duró sólo un suspiro.
La puerta se abrió con un golpe seco y su madre, doña Catalina, entró como un vendaval. Vestida de luto aunque nadie había muerto de muerte, con el ceño fruncido como una tormenta.
¡Dámela! exclamó, arrancándole la bebé de los brazos.
¡No, mamá! ¡Déjamela! gritó Leocadia, intentando ponerse en pie con las fuerzas que le quedaban.
¡Cállate! la interrumpió con voz helada como la escarcha. Nació mal. Lleva el tal el mal de los mongólicos. No sobrevivirá. No vale la pena.
Leocadia lloró, suplicó, gritó sin consuelo. Pero su madre no cedió. Envolvió al recién nacido con más fuerza, salió de la habitación y cerró la puerta con un portazo que retumbó como un disparo en el pecho de Leocadia.
Aquella noche quedó con los brazos vacíos, pronunciando un nombre que jamás llegó a articular.
Pasaron los años. En el pueblo de Alcalá de Henares todos creían que su hija había muerto al nacer, porque así lo quiso su madre. Leocadia, obligada al silencio, aprendió a vivir con una sonrisa de porcelana, mientras su corazón se pudría en su interior.
Se marchó de casa a los veinticinco, sin volver la vista atrás. No podía perdonar, ni olvidar. Tampoco podía sanar.
Los años siguieron cayendo como hojas secas. Leocadia se hizo maestra de primaria, vivía sola, sin marido ni hijos. En el fondo, sentía que una parte de ella seguía sepultada en aquella habitación oscura.
Hasta que, una tarde de primavera, volvió al pueblo. Su madre había fallecido y, con ella, quizá, los últimos restos de la cadena que la aprisionaba.
Caminaba por la plaza mayor, la misma donde jugaba de niña. El aroma del pan recién horneado se mezclaba con el perfume de las flores marchitas. Leocadia estaba a punto de sentarse en una banca cuando escuchó: una risa infantil, limpia, cristalina, como un susurro que emergía del pasado.
Se giró.
Y allí estaba.
Una niña de unos nueve años jugueteaba con una muñeca de trapo. Llevaba las trenzas despeinadas, un vestido floreado remendado en los bordes y unos ojos almendrados que brillaban con una dulzazo extraña, una luz que removió algo hondo dentro de Leocadia.
El corazón le martilló el pecho.
Se acercó despacio, con las piernas temblorosas.
Hola, preciosa ¿cómo te llamas? preguntó con la voz quebrada.
La niña la miró, sin miedo, con curiosidad.
Me llamo Esperanza respondió con una sonrisa.
Leocadia sintió que el tiempo se detenía. Esperanza. Ese era el nombre que había pensado para su hija, el nombre que había tragado durante tantos años.
Le fallaron las rodillas.
En ese instante, una mujer mayor de rostro curtido y manos de panadera se acercó a la niña y la tomó del hombro.
¿La conoce? le preguntó a Leocadia, con cautela.
Yo la vi y me pareció familiar balbuceó ella.
La mujer bajó la mirada, incómoda.
Vive conmigo desde bebé. Una señora me la entregó, diciendo que su madre no la quería y que debía esconderla. Nunca supe bien la historia
Leocadia sintió que el alma se le escapaba por la boca.
¡Eso no es verdad! ¡Yo la amaba! ¡Me la arrebataron! gritó, sin poder contenerse más.
La panadera dio un paso atrás, sorprendida.
La niña, en cambio, la miró en silencio y avanzó un paso hacia ella.
¿Tú eres mi mamá? preguntó, sin drama, con la brutal sencillez de los niños.
Leocadia cayó de rodillas y se desbordó en llanto.
Sí, mi amor yo soy tu mamá. Perdóname por no haberte buscado antes. Por no haberte encontrado.
La niña la abrazó sin decir nada. Su cuerpecito era cálido, real, suyo.
Ese día, Leocadia comprendió que la vida, a veces, regala segundas oportunidades. No importaban los chismes, las miradas del pueblo ni los años perdidos. Había recuperado a su hija.
Y, esta vez, nadie volvería a arrebatársela.







