Envenenados por la envidia

**Envenenada por la envidia**

En las afueras de un pequeño pueblo de Castilla, había una calle antigua, olvidada por el tiempo. El asfalto estaba lleno de baches, los autobuses pasaban cada dos horas y los vecinos se contaban con los dedos de una mano. Pero en los últimos años, todo cambió: urbanitas cansados de la jungla de asfalto empezaron a mudarse allí. Uno tras otro, compraban las casas — unos las arreglaban, otros las derribaban hasta los cimientos para levantar chalets amplios.

Sergio y Elena también se animaron a trasladarse. La casita vieja al fondo de la calle no les costó mucho, y dejaron el piso en la ciudad para su hija. Reformaron la casa, pavimentaron el patio e incluso plantaron un jardincito, como siempre soñaron. Su yerno trajo un pequeño abeto de un vivero cercano. Lo plantaron junto a la verja, donde se veía desde la calle.

Al principio, el arbolito parecía languidecer, como si no quisiera arraigar. Pero Elena y Sergio no se rindieron: lo abonaban, regaban y le hablaban como si estuviera vivo. Y un día, el abeto comenzó a crecer. No rápidamente, pero con determinación. La primera Navidad, lo decoraron con luces y adornos; los nietos y los hijos posaron junto a él para la foto familiar, y desde entonces, cada año, el abeto brillaba con alegría y reunía a la familia en torno a él.

Dos años después, era realmente hermoso. Verde, esbelto, con agujas suaves. En verano, la hierba florecía a su alrededor, y la pareja soñaba con poner un banquito para sentarse a su sombra al atardecer. Pero una mañana, Elena salió al patio y se quedó helada. El abeto había desaparecido. Solo quedaba un tocón. Y más allá, junto al contenedor de basura, yacía el cuerpo abandonado del que una vez fue su árbol amado.

Shock. Histeria. Desesperación. ¿Quién podía hacer algo así en pleno verano, cuando no era Navidad?

Sergio, apretando los puños, fue a ver a la vecina de enfrente: María Dolores. Ella llevaba tiempo mirándolos con irritación. Su casa era heredada, vieja pero bien cuidada. Viuda, con un hijo que apenas la visitaba. Estos nuevos vecinos le resultaban como una espina en el costado.

—María Dolores, ¿cómo ha podido hacer algo tan cruel? —preguntó él sin agresividad, pero con amargura.

—¡Ah, pero qué bien vivís! —replicó ella con dureza—. Dos coches, el patio impoluto… Y ese maldito abeto, que no hacía más que molestarme. Los nietos gritando, corriendo, no dejan descansar.

—Pero si era solo en Navidad… Las luces, la familia… —balbuceó él, confundido.

—¿Y yo tengo que cerrar las ventanas en verano por culpa de vuestro escándalo?

Él se dio media vuelta en silencio. En casa, le contó todo a Elena. Ella permaneció callada un largo rato, luego se secó las lágrimas y murmuró:

—Es la envidia. No hay otra explicación.

—La envidia es veneno —susurró Sergio—. Somos igual que ella, jubilados. Solo que nos gusta vivir bonito. Para nosotros y para los nietos.

Una semana después, el yerno volvió y trajo dos pequeños abetos, frondosos y con raíces. La pareja plantó uno junto a la verja, y Sergio cogió el otro y fue… de nuevo a casa de María Dolores. Quería hacer las paces, ablandar aunque fuera un poco su corazón.

—¡No quiero vuestra limosna! —le espetó ella—. Plántalo en vuestro terreno, yo tengo lo mío.

Sergio ya se marchaba cuando, tras la valla, asomó una vecina más mayor: la tía Pilar, de unos ochenta años, que vivía dos casas más allá.

—¿Regalas un arbolito? Yo lo tomo, hijo. Que crezca.

—Pero, Pilar, ¿para qué lo quiere? Vive sola…

—Que crezca. Quizá, cuando yo falte, esta casa la herede alguien bueno, y tendrá un abeto en la entrada… para que me recuerden.

A Sergio se le cerró la garganta. Él y Elena plantaron el árbol para la tía Pilar, le explicaron cómo cuidarlo y prometieron vigilarlo. Luego, en casa, Elena hizo unos pasteles, pensando en llevárselos a María Dolores para suavizar la relación.

Pero Sergio la detuvo:

—No lo hagas. Dirá que están envenenados. Mejor que sepa que hemos instalado cámaras. Ahora cada centímetro de nuestro terreno queda grabado.

Y así era: el sistema de vigilancia ya funcionaba. Sergio se acercó a la vecina y, sin amenazas pero con firmeza, le dijo:

—Hemos puesto cámaras. Si pasa algo más, llamo a la policía. Es vandalismo, hay denuncia.

Ella no respondió. Solo sus ojos se movían nerviosos.

Desde entonces, ni un cubo de basura en la verja, ni gritos a sus espaldas. La calma volvió. Y el abeto… el nuevo abeto creció. El viejo quedó en la memoria. Como símbolo de la bondad, de lo sencillo… y de esa envidia que convierte a las personas en algo verdaderamente feo.

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