Entrelazando destinos en un pueblo pequeño
En un pueblecito junto al río, donde los viejos olivos susurraban con el viento, Ana preparaba una sopa de ajo. El aroma a pimentón llenaba la cocina, y tras la ventana, el sol se despedía con sus últimos rayos. De pronto, el timbre del teléfono rompió la calma. Era su nieto Arturo.
—Abuela, ¡hola! ¿Os importa si paso mañana? Aunque no estaré solo… —Su voz escondía un misterio que le hizo a Ana sentir un pellizco en el pecho.
—¡Claro que no, cariño! ¿Con quién vienes? —preguntó con una mezcla de curiosidad y nervios.
—Es una sorpresa —respondió él, picarón, antes de colgar.
Al día siguiente, llamaron a la puerta. Ana, secándose las manos en el delantal, corrió a abrir. En el umbral estaba Arturo, y a su lado, una chica desconocida con una sonrisa tímida.
—Abuela, esta es Lucía —dijo su nieto, y en sus ojos brilló una chispa. Al escuchar el nombre, Ana se quedó paralizada, como si el tiempo se detuviera.
***
Los nietos solían visitar a Ana y su marido, Gregorio, después del cole. La mayor, Carlota, apenas cruzaba la puerta cuando se lanzaba hacia su abuelo:
—Abuelo, ¡las mates me traen de cabeza! ¿Me ayudas?
Gregorio, dejando el periódico, sonreía.
—Vamos, ¿qué te trae por la calle de la amargura? Coge el cuaderno y desenredamos esto… ¿Ves? No es tan difícil. ¡Anda, mira, tú solita lo has resuelto! ¡Qué lista eres, y qué guapa!
Gregorio admiraba a Carlota—¡era el vivo retrato de Ana de joven! La misma mirada llena de determinación, la misma sonrisa que iluminaba incluso los días más duros.
—¿Y si echamos una partida de damas? —le guiñó un ojo.
—Abuelo, la última vez perdí… —dudó Carlota.
—¿Y por eso no jugamos más? Bueno, pues ni lo intentamos —respondió él, con complicidad.
—¡No, vamos! ¿Dónde están las fichas? —Carlota ya desplegaba el tablero—. ¡Tuyas las blancas! Esta vez te gano, y luego tocas la guitarra, ¿eh?
En cambio, el pequeño Arturo siempre iba directo a Ana. A Gregorio le respetaba—era estricto, pero justo.
—Abu, ayúdame con la redacción, que me han puesto un cinco y está todo emborronado —susurraba, evitando su mirada—. Al abuelo no le digas, que lo arreglo, ¿vale? ¿Qué hay de cenar? ¿Cocido? ¡Me encanta! Abu, mírame cómo escribo ahora, verás qué bien queda.
Ana se sentaba a su lado, observando cómo trazaba las letras con esmero. Arturo era idéntico a Gregorio—la misma mirada rápida, el mismo carácter. Con solo cinco años, ya sumaba y restaba como un adulto.
—¡Abuela, mira, ¡lo he conseguido! —levantó el cuaderno—. ¡Está perfecto! Gracias a ti. —La abrazó—. Oye, ¿sabes por qué he venido solo? Quería daros una sorpresa… ¡He comprado magdalenas para todos! Papá me dio dinero y lo he ahorrado.
—¡Ay, qué tesoro! Llama al abuelo y a Carlota, que cenamos y luego el postre con tus magdalenas.
—Espera, abu, tengo otro secreto —Arturo se acercó y susurró—: Me gusta una chica de clase, Lucía. Quiero regalarle un perfume, el que siempre quiere. Estoy ahorrando poco a poco.
—¿En serio, mi vida? ¿Y Lucía es tu amiga?
—No, abu, soy muy pequeño aún —suspiró.
—¿Es mayor? Pero si sois compañeros…
—No, yo tengo diez, y ella nueve y medio. Pero es más alta que yo… ¿Y si le gustó el perfume y se enamora de mí?
Ana sonrió.
—¡Pues claro que sí! Eres un chico genial. Lo de la estatura ya se arreglará, que tú en baloncesto vas como un rayo. El abuelo y yo te ayudamos con el perfume, ¿eh? Ahora, ¡a cenar!
***
El tiempo vuela. Carlota terminó el instituto y se fue a estudiar a otra ciudad. Arturo, en segundo de bachillerato, estaba hasta arriba—exámenes, entrenamientos… Pero cada semana pasaba a ver a sus abuelos. Ya era alto, fuerte, como Gregorio en su juventud.
Ayer llamó por la noche, emocionado:
—Abuela, ¿os viene bien si mañana aparezco? Pero no solo… ¡Es una sorpresa! Mañana os cuento.
—Viene con novia, lo sé —susurró Ana a Gregorio al colgar.
—Pues tú ponte ese vestido azul que te sienta de maravilla. Yo me pondré la camisa buena. Hay que estar presentables, ¡que aún molamos! —le guiñó el ojo.
Al día siguiente, llamaron a la puerta al mediodía. Ana corrió a abrir.
—¡Arturo! —exclamó.
—Abuela, abuelo, os presento a Lucía —dijo, sonrojado pero radiante. A su lado, una chica alta y delicada sonreía con dulzura.
—Es más alta que él —pensó Ana.
—Esto es para vosotros —dijo Lucía, entregando una cajita—. Arturo me contó que habíais celebrado vuestro aniversario.
Ana abrió el regalo—el mismo perfume que Gregorio le regaló décadas atrás, cuando empezaban a salir. Le escocieron los ojos.
—Y esto, magdalenas, ¿te acuerdas, abu? —Arturo le tendió una bolsa con el dulce aún caliente.
—Pasad, que ya está la comida. ¡Gracias por el perfume, es precioso! —Ana miró a Gregorio—. ¿Lo ves, Gregorio?
El abuelo sonrió con picardía, intercambiando una mirada con su nieto. Estaba claro: había sido cómplice.
***
En la mesa, Arturo contaba anécdotas entre risas, y Lucía lo miraba con ternura. Ana recordó cuando Gregorio la cortejaba. Él era más bajo, y a ella le daba vergüenza al principio. Hasta que un día, en la estación, alguien gritó: «¡Un niño en las vías!». La gente se agolpó, pero Gregorio saltó sin dudar al hueco entre el andén y el tren. Sacó a una niña asustada, y su madre, llorando, no dejaba de darle las gracias. Desde entonces, Ana dejó de ver su estatura. Su hombre era un héroe.
Pronto vendría Carlota de visita, quizá tampoco sola. Habría que reunirlos a todos—sus hijos, nietos… Ana y Gregorio celebraban pronto sus bodas de oro. Los años pasan volando, sí, pero bajo este cielo caminan sus hijos y nietos, con sus mismos ojos y sonrisas. Cantan sus canciones, leen sus libros, sorprendidos de que a los abuelos también les gustasen.
Llevan dentro un pedacito de su alma. Y no es solo un premio, sino una alegría inmensa, un regalo del cielo.