Desde el momento en que Valeria apareció en la vida de Alejandro, su madre, Mariana, supo que algo terrible estaba por suceder.
No necesitó tiempo para analizarla.
No necesitó escuchar explicaciones ni justificaciones.
Lo entendió con una sola mirada.
Esa mujer no era para su hijo.
Era un error.
Un error que traería consecuencias desastrosas.
Durante años, Mariana había dedicado su vida a su hijo, asegurándose de que creciera como un hombre fuerte, inteligente y con un futuro prometedor.
Y ahora…
Ahora, él estaba echando todo por la borda.
¿Y por quién?
¿Por ella?
Eso, Mariana no lo permitiría.
Jamás.
Una intrusa en la familia
Cada conversación era una batalla silenciosa.
Mariana no levantaba la voz.
No lo necesitaba.
Sus miradas de desaprobación, sus largos suspiros, sus comentarios aparentemente inofensivos pero cargados de veneno, decían todo lo que Alejandro no quería escuchar.
– Esa mujer no es para ti, hijo.
Lo decía en voz baja, con un tono casi melancólico, como si solo lo pensara en voz alta.
Pero él no quería escuchar.
Miraba a Valeria como si fuera lo mejor que le había pasado en la vida.
Y eso era lo que más enfurecía a Mariana.
Ella había dedicado toda su existencia a criar a un hombre inteligente, responsable, digno.
Y ahora, él estaba destruyéndolo todo.
¿Y por quién?
Por una simple vendedora de tienda?
– Pasa el día vendiendo perfumes y sonriendo a extraños.
¿Esa era la mujer que debía ser la madre de sus nietos?
Alejandro merecía algo mejor.
Merecía una mujer con educación, con elegancia, con un futuro real.
No ella.
Un pasado vergonzoso
Pero lo peor no era su trabajo.
Era su origen.
Su familia.
Su madre…
Una mujer sencilla, humilde, sin ambiciones, sin logros, sin aspiraciones más allá de sobrevivir el día a día.
Y su padre…
Un delincuente.
Condenado.
Muerto en prisión.
Alejandro, ¿sabía todo esto?
¿Sabía que sus futuros hijos llevarían el apellido de un criminal?
Mariana necesitaba respuestas.
Le hizo algunas preguntas inocentes a Valeria.
Y ella…
Se quedó en silencio.
Por supuesto.
¿Qué podía decir?
¿Qué podía responder una mujer como ella a una mujer como Mariana – una mujer con un apellido respetado, con una reputación intachable, con un pasado sin manchas?
La humillación más grande
Pero el golpe más duro aún estaba por llegar.
Valeria era mayor que Alejandro.
Mayor.
¿Podía haber algo más humillante?
Su hijo – joven, brillante, lleno de energía – estaba atándose a una mujer que ya había dejado atrás sus mejores años.
Era indignante.
Pero Mariana no era ingenua.
Sabía lo que estaba pasando.
Valeria había tendido una trampa.
Sabía exactamente cómo atrapar a un hombre joven.
Sabía cómo hacerle creer que él tenía el control.
Pero Mariana veía la verdad.
Y no iba a permitir que su hijo arruinara su vida.
La guerra estalla
– Dile que no sabe cocinar. Dile que su comida es incomible. Ni siquiera los perros callejeros la aceptarían.
Alejandro nunca se lo dijo.
Pero Valeria lo sabía.
Veía el desprecio en los ojos de Mariana.
Oía la frialdad en su voz.
Y entonces, todo se repetía otra vez.
Lágrimas.
Gritos.
Maletas preparadas junto a la puerta.
Y Alejandro…
Atrapado entre dos mujeres que lo desgarraban en dos.
Cada día, su madre lo llamaba con las mismas palabras:
– Si te quedas con ella, me enfermaré.
Y Alejandro…
Intentaba calmar a Valeria.
Pero ella no quería ser calmada.
Se aferraba a su brazo, clavándole las uñas en la piel.
– Estás dejando que tu madre destruya nuestro matrimonio.
Y entonces – como si todo estuviera coreografiado – Mariana se desmayaba.
Y unos minutos después, Valeria se desplomaba en el sofá, con la cabeza entre las manos, diciendo que ya no podía más.
Y Alejandro – desesperado, agotado – no sabía a quién salvar primero.
La culpa lo consume
Para ambas mujeres, él era el culpable.
Eligió mal.
Era débil.
Era un hijo de mamá.
No había sido capaz de comprar una casa para alejarse de todo.
No había sido capaz de mantener la paz.
Y cada día escuchaba la misma sentencia:
– O ella, o yo.
Un juego sin salida
Alejandro intentaba mantener la paz.
En Navidad, compraba regalos idénticos para ambas, para que ninguna se sintiera menospreciada.
Dividía su tiempo de manera equitativa, para que ninguna pudiera quejarse.
Y Valeria…
Revisaba los recibos.
Si su suegra había recibido aunque fuera un solo euro más…
Silencio.
Las maletas, de nuevo junto a la puerta.
Y el regalo…
Volando por la habitación, estrellándose contra la pared.
Y Mariana…
Sonreía con satisfacción.
Y cuando Alejandro entraba en su habitación, su madre suspiraba, se tomaba la presión y susurraba:
– No me queda mucho tiempo en este mundo…
Y así, la vida seguía.
Día tras día.
Sin cambios.
Y a veces, en plena madrugada, cuando el silencio se volvía insoportable, Alejandro pensaba…
Quizás sería mejor si su madre se reuniera con su padre.
Y entonces…
La culpa lo ahogaba.
Últimamente, soñaba mucho con su padre.
De pie en la sombra, con una leve sonrisa.
Un vaso de whisky en la mano.
– Vamos, hijo. Brindemos juntos.
Y Alejandro pensaba…
Tal vez debería hacerlo.
Solo un trago.
Para olvidar, aunque sea por un instante.
Pero no.
Alejandro no bebe.