Entré en la panadería con el estómago vacío y el alma aún más. Solo tenía ocho años y no recordaba la última vez que probé algo caliente.
Señora ¿me daría un trozo de pan, aunque sea viejo? supliqué con la voz quebrada.
La mujer me escrutó de arriba abajo y señaló la puerta con desdén.
¡Lárgate, mocoso! ¡Ve a buscarte la vida como los demás! vociferó mientras frotaba el mostrador con rabia.
Sentí un nudo en el pecho y comencé a retroceder, pero una voz grave cortó el aire.
¡Oiga, señora! Era un anciano que sostenía una barra de pan. ¿No ve que es solo un niño?
Pues que sus padres lo alimenten replicó ella, irritada.
Bajé la mirada, deseando evaporarme. Pero el hombre se inclinó y posó una mano callosa sobre mi hombro.
No temas, chiquillo. Ven, te invito a algo mejor.
Aquel día me llevó a su hogar, me dio un plato de lentejas, una cama limpia y, sobre todo, un refugio donde no era invisible.
No tengo nietos confesó con una sonrisa. ¿Te gustaría ser el primero?
Apreté los labios para contener el llanto y asentí.
Sí, abuelo.
Los años pasaron, y aquel hombre se volvió mi familia, mi sostén y mi razón para estudiar. Me hizo jurar que, algún día, ayudaría a otros como él me ayudó a mí.
El tiempo corrió, y ya como médico, recibí una llamada urgente al hospital. Una mujer se desangraba en el quirófano. Al entrar y reconocer su rostro pálido, el mundo se detuvo: era la panadera.
Mientras operaba, reviví su grito cruel, pero también el calor de la mano de mi abuelo rescatándome del frío. Y entonces lo comprendí todo.
Horas más tarde, la mujer abrió los ojos.
¿Usted me salvó? murmuró con lágrimas en la mirada.
La observé en silencio.
Sí, señora. Porque alguien, hace mucho, me enseñó que todos merecemos una segunda oportunidad.
Ella sollozó sin consuelo. Yo solo esbocé una sonrisa, porque en ese instante supe que mi abuelo, desde algún lugar del cielo, me sonreía también.
Entré en la panadería con el estómago vacío y el corazón aún más vacío. Solo tenía ocho años y no recordaba la última vez que había probado algo caliente.
