Entierro a mi amado, pero una semana después me salvó de la muerte…

Lucía chocó violentamente contra el airbag que se desplegó en el último instante. Apenas podía mantener la conciencia, y su mirada se clavaba en el rostro de aquel hombre que había enterrado solo una semana atrás. ¿Era real? ¿O acaso estaba muriendo, transportada a otro mundo donde volvían a estar juntos? Los recuerdos se agolparon en su mente como un torbellino—aquel día en que le dieron la noticia que le partió el alma parecía repetirse, como si alguien la hubiera devuelto al dolor para desgarrarle de nuevo el corazón.

—¡No! —escapó de su garganta un grito desgarrador que resonó en toda la casa—. ¡Esto no puede ser! ¡Mi marido no me abandonaría! ¡Él jamás lo haría! ¡No podía irse así!

Se desplomó lentamente en el suelo, al borde del desmayo. No podía asimilar la realidad: ¿cómo había sucedido esto? ¿Con Javier, con su vida entera por delante? Era joven, lleno de vitalidad. ¿Cómo era posible que hubiera muerto? Su jefe le había llamado para decirle que un coágulo se había desprendido sin aviso. La ambulancia ni siquiera llegó a tiempo.

—No hubo nada que hacer —le explicó con voz quebrada—. Cuando llegaron los médicos, ya estaba muerto.

Las palabras le resonaban en la cabeza como un eco de película de terror, imposible de borrar.

¿Y ahora qué? ¿Cómo seguir viviendo sin él? Sin Javier, hasta el aire le faltaba. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas, pero ni las sentía. El teléfono seguía pegado a su oído, su mirada perdida en la nada, incapaz de pronunciar palabra. Solo deseaba que fuera una pesadilla de la que despertaría aliviada, con el dolor borrado de su memoria.

No la dejaron verlo en la morgue. Solo en el funeral, al mirar su rostro en el ataúd, aceptó que era en verdad él. Hasta entonces se aferró a la esperanza de que Javier volvería del trabajo, riendo, diciendo que era todo una broma. ¿No era acaso el Día de los Inocentes? Bueno, no importaba, le perdonaría todo… con tal de que volviera. Pero no lo hizo. Yacía en el ataúd, tan sereno como dormido.

Lucía se arrojó sobre él, gritando, suplicándole que despertara, que regresara. Cayó desvanecida, la reanimaron con amoníaco. La madre de Javier apenas podía sostenerse en pie, tratando de consolar a su nuera, pero también destrozada. Solo su suegro, con firmeza, la apartaba del ataúd, rogándole que aceptara lo inevitable. Ella forcejeaba, volvía corriendo, llamándolo.

El funeral pasó como una niebla. Vio cómo cerraban el ataúd, gritó cuando la separaron, imploró que la enterraran con él. Porque sin Javier, no valía la pena vivir. No podía. Se resistió a lanzar el puñado de tierra—era como dejarlo ir para siempre, admitir que ya no existía. Pero resignarse era imposible.

En casa, en el silencio del piso vacío, intentó ordenar sus pensamientos, pero solo aguantó unos minutos. Encorvada contra la pared, recordó el día en que se conocieron.

—Oiga, señorita, ¿se le ha caído esto? —una voz cálida la hizo volverse—. ¡Señorita! —Javier sonrió, sosteniendo una rosa carmesí.

Ella paseaba cerca de la universidad, repasando apuntes, cuando él le tendió la flor.

—No es mía —negó con la cabeza.

—Ahora sí —él rió—. La vi tan ensimismada que quise alegrarle el día.

Lucía aceptó el gesto, ruborizada. No notó cuán fácil fue la conversación, cómo la acompañó a clase, cómo luego la esperó y le propuso un paseo. Fue amor a primera vista. Moreno, apuesto, con ojos amables y voz suave—Javier la conquistó por completo. Le habló de su familia, sus sueños, del amor y los hijos que deseaban. Parecía sacado de un cuento.

Pero todo eso se había esfumado…

La sonrisa que le trajo el recuerdo se desvaneció, y el llanto la ahogó de nuevo. Era insoportable volver a una realidad que le había arrebatado todo.

Siete años juntos, tres de matrimonio. Una boda sencilla, sin lujos—no necesitaban regalos costosos, porque su amor era suficiente. Ahora Lucía estaba sola, sin su mitad.

No recordaba cómo llegó a la cama ni cómo se durmió. La despertó el teléfono al amanecer. El trabajo. Su jefe le había dado tiempo para recuperarse, pero su suplente no entendía los documentos—debía regresar.

—Lucía, ¿hola? Soy Pablo. ¿Tienes un momento? Necesito ayuda con algo.

—Dime —respondió sin emoción.

—Es sobre los informes del laminado nuevo… No entiendo dónde va el código.

Ni siquiera sintió irritación. Le explicó con calma y cortó la llamada. Cayó sobre las almohadas, mirando el espacio vacío a su lado. Las lágrimas parecían agotadas, pero los ojos le ardían como si tuviera arena. Recordaba esa sensación de niña, cuando un vecino le lanzó un puñado de arena en la cara durante una pelea.

Con esfuerzo, se levantó y arrastró los pies a la cocina. Había comido casi nada en tres días. Pero al ver la comida, las náuseas la invadieron. Solo bebió un vaso de agua y regresó a la habitación.

Tenía miedo de abrir los álbumes de fotos, de escuchar su voz en los videos. Ya la oía en su mente—a veces creía que la llamaba desde otro cuarto, pero al volverse, solo encontraba el vacío.

Una semana después del funeral, decidió volver al trabajo. Entre papeles y tareas, el dolor se atenuaba. Se convertía en un autómata, sin sentimientos. Era más fácil. Preferible no sentir nada, que sufrir esa agonía.

El viernes, aceptó ir a casa de sus padres al pueblo. Llevaban semanas insistiendo, pero Lucía se negaba—no soportaba las miradas de lástima, los suspiros de su madre. Pero quizá era el primer paso para seguir adelante.

Mientras conducía por la carretera, su mente vagaba entre recuerdos. La angustia la embargó de nuevo, las lágrimas brotaron. No vio el camión que se acercaba en dirección contraria. El mundo se silenció—solo quedó el vacío. Quizá era el destino reuniéndolos. ¿O sería Javier llamándola?

Un grito la sacó de su trance:

—¡Gira! —una voz masculina, seguida del chirrido de frenos.

Javier agarró el volante y desvió el coche. Lucía no lo creía—¿estaba ahí? Vivo, pero etéreo, como una neblina. Tenía miedo, pero deseaba que se quedara.

El coche esquivó el camión, pero el giro brusco lo lanzó contra la barrera. Milagrosamente, no volcó. Los airbags se activaron, el impacto le cortó la respiración. Una fina línea de sangre le escurría por la frente. Miró a Javier a su lado. Ese instante pareció eterno.

—¿He muerto? ¿Estamos juntos? —susurró Lucía.

—Aún no es tu hora —dijo él con dulzura—. Tienes gente que te necesita. No estás sola. Prométeme que no volverás a arriesgarte así. Debes vivir. Ya no puedo quedarme, pero te cuidaré desde arriba. Déjame ir. Y promete ser feliz. No dejes que el dolor te robe la vida. Nos volveremos a ver.

Y desapareció. Lucía quedó sola, sollozando sobre el volante abollado.

La puertaCon el corazón latiéndole con fuerza, Lucía abrazó su vientre y sintió, por primera vez desde la tragedia, un destello de esperanza, porque aunque Javier se había ido, una parte de él seguía viva, creciendo dentro de ella.

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MagistrUm
Entierro a mi amado, pero una semana después me salvó de la muerte…