Enterré a mi amado, pero él me salvó de la muerte una semana después…

Lucía chocó contra el airbag que se desplegó en el último instante. Le costaba mantenerse consciente y no podía apartar la mirada del hombre que había enterrado una semana antes. ¿Era real? ¿O estaba muriendo y había cruzado a otro mundo donde volvían a estar juntos? Los recuerdos la asaltaron: aquel día en que le dieron la noticia más dolorosa de su vida parecía repetirse, como si alguien la hubiera arrastrado de nuevo al sufrimiento.

—¡No! —gritó con desgarro, llenando el apartamento de angustia—. ¡Esto no puede ser! ¡Mi marido no me abandonaría! ¡Él jamás haría esto! ¡No puede haberse ido!

Cayó de rodillas, al borde del desmayo. No entendía cómo podía haber pasado. ¿A Alberto? Si estaba lleno de vida, tan joven… Su jefe había llamado para explicarle que un coágulo se había desprendido de repente. Ni siquiera dio tiempo a que llegara la ambulancia.

—No se pudo hacer nada —dijo la voz al otro lado del teléfono—. Cuando llegaron los médicos, Alberto ya había fallecido.

Las palabras resonaban en su cabeza como frases de una película de terror, imposibles de borrar. ¿Qué haría ahora? ¿Cómo vivir sin él? Hasta respirar le costaba. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas, pero Lucía ni las sentía. El teléfono seguía pegado a su oreja, mientras miraba al vacío, incapaz de articular palabra. Quería creer que era una pesadilla de la que despertaría pronto, olvidando tanto dolor.

No la dejaron verlo en la morgue. Solo en el funeral pudo comprobar con sus propios ojos que era realmente él. Hasta el último momento esperó que Alberto apareciera, riéndose, diciendo que todo había sido una broma. “Pero si hoy es 28 de diciembre, el Día de los Inocentes”, pensó. ¿Se atrevería a gastarle una broma así? Bueno, lo perdonaría, lo que fuera… con tal de que volviera. Pero no volvió. Yacía en el ataúd, como dormido.

Lucía se arrojó sobre el cuerpo de su marido, gritando, suplicándole que despertara. Cayó inconsciente, la reanimaron con sales. La madre de Alberto apenas podía tenerse en pie, intentando consolar a su nuera mientras sucumbía al mismo dolor. Solo su padre logró apartarla del féretro, rogándole que aceptara lo sucedido. Pero ella se soltaba, volvía a correr hacia él, llamándolo.

El funeral pasó como en sueños. Vio cómo cerraban el ataúd, gritó cuando la apartaron, suplicó que la dejaran quedarse. Porque sin Alberto, no había vida posible. No pudo arrojar la tierra sobre el ataúd: eso habría significado soltarlo definitivamente, aceptar que se había ido. Y eso era imposible.

En casa, en el apartamento vacío, intentó ordenar sus pensamientos, pero solo aguantó unos minutos. Acurrucada contra la pared, recordó el día en que se conocieron.

—Señorita, creo que se le ha caído algo —sonó una voz amable.

Ella caminaba cerca de la universidad, repasando apuntes, cuando él le tendió una rosa roja.

—No es mía —negó con la cabeza.

—Ahora sí —sonrió él—. Parece usted tan pensativa que quise alegrarle el día.

Lucía, tímida, aceptó la flor. No se dio cuenta de lo fácil que fluyó su conversación, de cómo la acompañó a clase y después la invitó a dar un paseo. Fue amor a primera vista. Rubio, guapo, de mirada amable y voz suave… Alberto la conquistó por completo. Hablaba de su familia, sus sueños, del amor y los hijos que deseaban tener. Parecía salido de una novela romántica.

Pero ahora todo eso se había esfumado.

La sonrisa que le trajeron los recuerdos se desvaneció, y Lucía rompió a llorar de nuevo. Era insoportable volver a una realidad que le había arrebatado todo por lo que vivía.

Siete años juntos, tres de matrimonio. Una boda sencilla, sin lujos: no necesitaban regalos caros, porque ellos mismos eran el mayor tesoro. Y ahora Lucía se quedaba sola, sin su amor, sin parte de sí misma.

No recordaba cómo llegó a la cama ni cómo se durmió. La despertó una llamada al día siguiente. El trabajo. Su jefe le había dado tiempo para recuperarse, pero su suplente no manejaba bien los informes y necesitaban que volviera.

—Lucía, ¿hola? Soy Javier. ¿Tienes un minuto?

—Dime —respondió sin emoción.

—Es que no entiendo cómo clasificar los códigos del nuevo laminado…

Ni siquiera sintió enfado. Simplemente le explicó qué hacer y colgó. Se dejó caer sobre las almohadas, mirando el espacio vacío a su lado. Ya no le quedaban lágrimas, pero los ojos le ardían como si tuvieran arena. Recordó cuando, de niña, un vecino le lanzó un puñado de arena durante una pelea en el parque. El dolor era igual de punzante.

Con esfuerzo, salió de la cama y fue a la cocina. Debía comer algo —llevaba tres días sin probar bocado—. Pero la náusea le cerró el estómago. Solo bebió un vaso de agua antes de volver a la habitación.

No se atrevía a tocar los álbumes de fotos ni a ver los vídeos en su móvil. No soportaba escuchar su voz, aunque la oyera en su cabeza, como si Alberto estuviera cerca, llamándola. Pero cada vez que se giraba, el dolor la golpeaba de nuevo: no estaba allí. Y nunca volvería.

Pasó una semana, y Lucía decidió regresar al trabajo. Entre informes y tareas, podría distraerse del dolor. Se convirtió en un autómata, sin emociones. Era más fácil. Preferible no sentir nada a sufrir esa agonía.

El viernes, decidió visitar a sus padres en su casa fuera de Madrid. Llevaban tiempo insistiendo, pero ella no quería ver a nadie, no soportaba las miradas de lástima. Quizá ahora la ayudaría a seguir adelante.

Mientras conducía por la autovía, absorta en sus pensamientos, la tristeza la envolvió de nuevo. Las lágrimas nublaron su vista. No vio que se había desviado al carril contrario. Un camión se le echó encima, pero el mundo pareció detenerse. Solo había silencio. ¿Era el destino uniéndolos? ¿O Alberto llamándola?

Un grito la sacó de su ensimismamiento:

—¡Gira! —rugió una voz masculina, seguida del chirrido de frenos.

Alberto agarró el volante y desvió el coche bruscamente. Lucía no lo creía: ¡estaba ahí! Vivo, pero irreal, como una aparición. Le daba miedo, pero deseó con todas sus fuerzas que se quedara.

El coche esquivó el camión, pero el giro lo hizo derrapar y estrellarse contra la mediana. Milagrosamente, no volcó. Los airbags se activaron; el impacto le cortó la respiración. Una fina línea de sangre le corría por la frente. Miraba a Alberto, a su lado. Esos segundos le parecieron una eternidad.

—¿He muerto? ¿Estamos juntos? —susurró.

—Todavía no es tu momento —dijo él con ternura—. Tienes gente que te necesita. No estás sola. Prométeme que no volverás a arriesgarte así. Debes vivir. Yo no puedo quedarme, pero te vigilaré desde arriba. Déjame ir. Y prométeme ser feliz. No dejes que el dolor te arrebate la vida. Nos volveremos a ver.

Y desapareció. La dejó sola, sollozando sobre el volante destrozado.

La puerta se abrió deEl conductor del camión, pálido y temblando, la ayudó a salir del coche mientras murmuraba: “Dios santo, casi nos matamos”, y en ese momento Lucía supo que, aunque Alberto se había ido, su amor seguiría vivo en el hijo que llevaba dentro.

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MagistrUm
Enterré a mi amado, pero él me salvó de la muerte una semana después…