Enseñanza a mi esposo

Una gota de agua caía del grifo justo en el centro de la tortilla seca—tic, tic, tic.

Carmen se quedó quieta frente al fregadero, apretando la esponja entre los dedos. La sartén del día anterior la miraba con reproche, rodeada de manchas amarillas y migajas de pan. A su lado, un plato con restos de mantequilla, una taza con el anillo del café, un cuchillo pegajoso de mermelada. Javier ya se había ido al trabajo en su viejo Seat, dejando tras el desayuno el habitual caos. Todo esperaba pacientemente sus manos, como cada mañana durante los últimos tres años.

*Otra vez*, pensó Carmen y giró el grifo sin pensar. El agua caliente silbó, llenando de espuma la sartén. Empapó la esponja, le echó jabón y empezó a limpiar.

Tres meses antes, por primera vez, le había pedido a Javier que ayudara con los platos. Él había levantado las cejas como si le hubiera pedido pintar el techo de la Capilla Sixtina o aprender chino mandarín.

—Carmen, qué exageración— dijo, sin apartar los ojos del partido de fútbol en la tele—. Son cinco minutos, y listo.

Cinco minutos. Cada mañana. Cada noche. Carmen frotaba la esponja, calculando mentalmente: al año, esos “cinco minutos” sumaban treinta horas. Una semana laboral entera frente al fregadero.

La sarién no se dejó limpiar fácil. La grasa seca necesitó fuerza, paciencia, un estropajo. El huevo había dejado marcas en el antiadherente. Carmen restregaba y recordaba la noche anterior: Javier tumbado en el sofá con el móvil, desplazándose por redes sociales mientras ella recogía sola los restos de la cena.

—Javi— llamó, intentando no sonar reprendedora—, ¿podrías lavar tu plato?

Ni siquiera alzó la vista. El dedo seguía deslizando fotos, memes, gatos.

—Ahora— contestó distraído—. Hoy ha sido un día horrible.

*Siempre era un día horrible*. Los proyectos urgían, los clientes llamaban, el jefe pedía informes. ¿Y ella? ¿Estaba de vacaciones? Carmen también trabajaba, ocho horas al día, en una pequeña oficina de contabilidad.

Puso la sartén limpia en el escurridor y agarró la taza. Los posos del café se habían convertido en una pasta marrón. Restregó el porcelán, preguntándose por qué le molestaba tanto. No era solo fregar—diez minutos no eran nada— sino que Javier ni siquiera veía su esfuerzo.

Para él, los platos sucios desaparecían solos, y los limpios aparecían en el armario como por arte de magia. Como la ropa que salía planchada de la lavadora, como la nevera que se llenaba de comida lista, como el polvo que se evaporaba de los muebles sin que nadie pasara un trapo.

En su mundo, el hogar funcionaba solo: como la luz al pulsar el interruptor, como el agua al abrir el grifo. Llegabas a casa, y todo estaba en orden.

—Necesito ayuda— dijo una semana después, cuando dejó en el fregadero no solo un plato, sino la olla entera del cocido—. No dinero, no regalos. Solo… que veas lo que hago. Y ayudes.

Javier levantó la vista del portátil, desconcertado, casi ofendido.

—¿Qué tanto drama? ¡Es cosa de un minuto! Tengo el proyecto al límite, los clientes llamando, ¿y me hablas de una olla?

*Un minuto*. Carmen lo miró—su expresión sincera, irritada— y entendió: *realmente* no lo veía. No fingía. Creía que lavar un plato *era* un minuto.

*¿Y si dejo de hacerlo?*

La idea la sorprendió tanto que se incorporó en la cama. *No lavar los platos. No por venganza. Solo parar, que él vea cuánto lleva*.

Por la mañana, preparó su café en la cafetera, su tostada, desayunó… y se fue al trabajo sin tocar el fregadero. La taza y el plato de Javier quedaron allí, con migajas y manchas de mantequilla.

Al volver, los platos sucios eran más—tazas, cubiertos, ollas—, pero Javier ni miró. Cogió vajilla limpia del armario como siempre.

—¿Qué tal el día?— preguntó, dándole un beso en la mejilla.

—Bien— contestó Carmen, viéndolo sacar un yogur del frigo y una cuchilla limpia del cajón.

Al segundo día, el montón creció. Al tercero, parecía una torre de Pisa de platos. Javier rebuscaba en los armarios, sacando vajilla olvidada. Al cuarto día, reutilizaba lo mismo—una taza para todo, un plato enjuagado a medias. Al quinto, desempolvó un vaso de los tiempos de su abuela y luego, con cuidado, un plato del servicio de bodas— esa “Lladró” con filete dorado que solo usaban en Navidad.

No dijo ni una palabra de reproche, pero sus movimientos eran más lentos, y a veces miraba el fregadero abarrotado.

Al sexto día, llegaron las sartenes. Javier hizo huevos en la pequeña para crepes, porque la normal estaba sepultada bajo grasa reseca. Carmen cocinó pasta en la única cacerola limpia que encontró.

Al séptimo día, la cocina era un museo del caos. El fregadero rebosaba, los platos invadían la mesa, el alféizar, incluso un par de tazones en una silla. Un olor agridulce flotaba en el aire—restos de leche olvidados en una taza. Una mosca zumbaba cerca, luego otra.

Javier caminaba como sobre cáscaras de huevo. Revisaba armarios, rincones, hasta sacar un plato de plástico infantil—rosa, con conejitos animados— y comió ensalada como si nada.

Carmen respiró aliviada. Por primera vez en tres años, no se sintió como el servicio de limpieza. No corría con la bayeta, no ordenaba sola.

Aunque la cocina parecía el escenario de una película de terror, Javier ya no podía fingir que los platos se limpiaban solos.

*¿Cuánto aguantará?*, pensó, removiendo lentejas con la cuchara de madera.

La respuesta llegó esa misma tarde.

—¡Carmen!— rugió Javier al entrar, bolsas de Mercadona en mano—. ¿Qué demonios pasa aquí?

Se quedó paralizado en la puerta, mirando la cocina con los ojos como platos. La cara roja, las fosas nasales infladas.

—¿Estás enferma? ¡Esto es… es imposible! ¡Huele a basurero!

Carmen lo miró con calma.

—Nada. Solo vivo.

—¿Cómo que vives?— señaló la pila de platos—. ¡Esto es una pocilga!

—¿Y?— apagó el fuego.

—¿Lo has hecho a propósito?— su voz era de genuina incredulidad.

—Solo paré— dijo, removiendo las lentejas—. Tú dijiste que era cosa de un minuto. Pues hazlo.

—¿Cómo?— estalló—. ¡No hay ni una taza limpia! ¡Y el olor…!

Ella dejó la cuchara y lo miró fijamente.

—Exactamente— dijo tranquila.

Javier abrió la boca, la cerró. Miró el fregadero, luego a ella. Algo en su expresión cambió—de la rabia a la confusión, luego a un atisbo de comprensión.

—Pero yo…— empezó—. ¿Siempre fue así?

“No— negó Carmen—. Porque yo lo limpiaba. Cada día. Esos ‘cinco minutos’ tuyos. Y ni lo notabas.”

Javier mir—Vale, lo pillo— suspiró Javier, y con un gesto decidido, metió las manos en el agua jabonosa y empezó a fregar.

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