**28 de septiembre**
El final de septiembre ha sido cálido y seco. Pronto llegará el frío y los días de lluvia, porque el otoño es así, impredecible. «Tengo que ir a la casa de campo antes de que las carreteras se embarren y no se pueda llegar hasta que lleguen las heladas», pensó Vera mientras marcaba, una vez más, el número de su marido.
—Vera Victoria, ¿puedo irme una hora antes? Mi madre me ha pedido que la lleve a la casa de campo —la contable Lucía frunció las cejas en forma de casita y miró suplicante a su jefa.
—Yo también querría irme. Está bien, pero el lunes tienes que estar aquí puntual. Y nada de bajas médicas. ¿Entendido? Si no, no te dejaré ir otra vez —dijo Vera con fingida severidad.
—Muchísimas gracias, Vera Victoria. Vendré a tiempo, se lo prometo —las cejas de Lucía se arquearon, sus ojos brillaron, y salió del despacho tan rápido como pudo, como si ya lo tuviera todo planeado.
«Vaya, pidió permiso cuando ya tenía el ordenador apagado y el bolso en la mano. Qué lista. Sabía que la dejaría ir. Pero… ¿dónde está Juan?» Vera volvió a llamarlo, pero la voz impersonal de la operadora repitió que el teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. «Bueno, mañana no podrá esquivarme. Vendrá conmigo a la casa de campo. El cumpleaños de mamá está cerca, hay que llevarle patatas, tarros de conservas…»
Dejó el móvil a un lado, movió el ratón para despertar al ordenador y se sumergió en las cifras de la pantalla.
Cuando sonó el teléfono, contestó sin mirar, aliviada.
—Juan, ¿por qué tenías el teléfono apagado? Llevo todo el día llamándote…
—Disculpe, soy el agente… López —la interrumpió una voz masculina desconocida.
El apellido la desconcentró. ¿Había oído mal?
—Juan, ¿dónde estás? —preguntó, desconfiada.
—¿Es usted la esposa de Juan Manuel Gutiérrez? ¿Cómo debo llamarla?
—Vera Victoria… —tragó saliva y tosió—. Vera, basta. ¿Dónde está Juan? Su corazón latía con fuerza, presintiendo lo peor.
—¿Podría venir al Hospital General? Le esperaré en urgencias —dijo el hombre.
—¿P-por qué al hospital? ¿Qué le pasa a Juan? —gritó en el auricular.
—Allí le espero —contestó, y cortó.
Vera intentó devolver la llamada, pero la línea estaba ocupada. Con los dedos temblorosos, cerró el archivo en el ordenador, cogió su bolso, arrancó el abrigo de la percha y salió corriendo del despacho.
Las imágenes más terribbles la asaltaban: un accidente, una operación, un coma… «No, si estuviera muerto, me habrían llamado al depósito, no al hospital. Claro que está vivo», se repitió, pero el pánico no cedía.
No recordaba qué autobús tomaba para llegar al hospital, así que se plantó en la calzada y alzó la mano. Un taxi se detuvo, y diez minutos después corría por el patio del hospital hacia el edificio principal, con el corazón en la garganta.
—Soy la mujer de Juan Gutiérrez —jadeó al entrar en recepción.
Un hombre alto, de unos cuarenta años, se acercó. Volvió a presentarse, pero Vera no escuchaba. ¿Por qué tanto protocolo? Solo quería ver a su marido, asegurarse de que vivía.
—Venga conmigo —dijo al fin, señalando la puerta.
Vera lo siguió, confundida. ¿No era urgencias la entrada? Pero él rodeó el edificio y se dirigió a una estructura de ladrillo, baja y alargada. Se detuvo ante la puerta.
—Perdone que no se lo dijera antes. La gente reacciona de diferentes maneras…
Entonces Vera vio el letrero azul: **Servicio Médico Forense**. Se mareó, pero una mano firme la sostuvo.
—¿Ha muerto? —preguntó con la voz quebrada—. Llevo todo el día llamándole, quería ir a la casa de campo…
—Sí, fue por su teléfono como le localizamos. Siéntese. —López la guió hasta un banco de madera, y ella se desplomó. Las piernas no le respondían.
—Llamaba, y él ya…
—Verá, su marido no fue hoy a trabajar —dijo el agente con suavidad.
—No puede ser. Tenía una auditoría, él mismo me lo dijo —hablaba más para sí que para él.
—Su vecino de la casa de campo vio el coche esta mañana. Le extrañó que fueran un día laboral. Al mediodía, fue a saludar, pero nadie abrió. Tampoco contestaron al timbre. Como no tenía su número, llamó a la policía. Ya sabe, a veces entran vagabundos…
—¿Lo mataron? —no entendía nada.
—No. No hay signos de violencia. Según el forense, murió por intoxicación de monóxido de carbono.
—Espere… el vecino pensó que *yo* estaba con él. Entonces, ¿vio a una mujer? —Vera levantó la vista, desconcertada.
—Sí. Iba con su esposo. Irene María Rodríguez. ¿Le suena?
Vera cerró los ojos y negó.
—No es posible.
Era mucho peor de lo que imaginaba. Llevaban veintiún años juntos. En noviembre cumplirían su aniversario. Cuando las amigas sufrían infidelidades, le envidiaban a ella, a Vera. Porque Juan siempre fue un marido ejemplar. O eso creía. Qué vergüenza. Se tapó la cara con las manos y se balanceó, abrumada.
—No tiene de qué avergonzarse. Intentaremos evitar el escándalo. Pero alguien en su trabajo podría saber adónde iba…
Vera apartó las manos y lo miró, sorprendida.
—Perdone, hablaba en voz alta. Debemos confirmar que es él. Dígame cuándo esté lista.
Se aferró a sus palabras como a un clavo ardiendo. «¿Y si no es Juan? ¿Y si prestó el coche a alguien? Quizás él ya está en casa…»
—Estoy lista —se levantó, respiró hondo como antes de un salto al vacío.
Pero al entrar en aquella sala fría, con los cuerpos bajo sábanas blancas, la fuerza la abandonó. No quería ver.
—¿Es su marido? —la voz de López le llegó desde lejos. Vera bajó la mirada…
Estaban otra vez en el banco. No sabía si había visto el rostro gris de Juan o si lo imaginó. López le acercó una bola de algodón con alcohol, y ella se apartó.
—¿Se encuentra mejor? La llevaré a casa —la ayudó a levantarse.
Temblaba, las piernas le flaqueaban. Se dejó llevar hasta el coche. Oía retazos de frases:
—Hay que completar trámites… Le avisaremos para recoger el cuerpo…
—Ya no es mi marido, es un cuerpo —susurró, apoyando la cabeza en la ventanilla.
En casa, López la sentó en el recibidor, le quitó el abrigo y los zapatos, la llevó a la cocina. La observó mientras abría armarios, buscaba tazas, sacaba una botella de coñac del frigorífico. La obligó a beber un trago y Vera tosió, con lágrimas ardiéndole en los ojos.
Lloró sin control. López le sirvió más coñac. Luego la llevó al sofá y la arropó con una manta.
El tiempo se detuvo. Cuando el timbre la despertó, corrió a la puerta, enredada en la manta. No sabía qué día era, cuántAl llegar Nochevieja, Vera se miró en el espejo, ajustó el vestido rojo que había comprado para la ocasión y sonrió, lista para comenzar de nuevo.






