Llegué a casa de la amante de mi marido dispuesta a todo… pero me fui con un sentimiento distinto.
Me llamo Carmen, y hace apenas unos meses estaba segura de saberlo todo sobre la vida, el matrimonio y la traición. Pero una visita cambió mi perspectiva por completo. Ahora, con el dolor más calmado, quiero contar cómo fui a ver a la amante de mi marido dispuesta a arrancarle el pelo… y terminé haciéndome su amiga.
Hace dos meses, mi marido, Javier, se fue. Simplemente hizo la maleta y me dijo que ya no podía vivir en un ambiente de reproches constantes. Me quedé paralizada. Llevábamos diez años juntos, y aunque hacía tiempo que no había ni pasión ni complicidad, nunca pensé que se atrevería a irse. Y menos aún que se fuera con otra mujer.
Cuando conseguí la dirección de esa mujer —se llamaba Lucía— algo dentro de mí se rompió. Iba como una bomba a punto de estallar. El corazón me latía con fuerza y las manos me temblaban. Conduje hasta su casa en las afueras de Toledo, furiosa, humillada, preparada para pelearme como una cualquiera. Quería soltar todo mi rencor en su cara. Quería recuperar a mi marido. O al menos entender… ¿por qué ella?
La puerta la abrió una mujer menuda, de unos cuarenta y cinco años. No había sonrisa en su rostro, solo una mirada cansada y una tristeza serena.
—Así que eres tú —dije desde el umbral—. ¿Tú le robaste a mi marido?
—Me llamo Lucía —respondió con calma—. Javier ha ido a ayudar a mi hermano con el tejado. Volverá mañana. Pasa, ¿quieres un café? O leche, si prefieres. Es recién ordeñada.
Me dejó sin palabras. Había ido a pelear, y me ofrecía leche recién ordeñada. Entré y miré alrededor. Todo en la casa era sencillo pero cuidado, lleno de detalles: olor a hierbas aromáticas, sábanas limpias, estanterías con libros y álbumes, y en un rincón, una cesta de lana para tejer.
—¿Qué le diste que no pudiera resistir? —pregunté brusca—. ¿Dejó la ciudad, su piso, su comodidad, su trabajo… por esto?
—Pregúntaselo a él. Vino por su propia voluntad. Yo no le llamé.
—¡Ah, claro que no! —casi grité—. Seguro que te tiraste a sus pies en cuanto viste que tenía un sueldo y un coche…
Lucía me miró con pena:
—Carmen, he criado sola a mis dos hijos. Mi marido murió hace años. Sé lo que es trabajar duro y vivir sin engañarme. Pero también sé respetar a quien amo. Quizá eso es lo que atrajo a Javier.
—¡Seguro que solo se quejaba de mí! ¡Y tú lo usaste para meterte en mi matrimonio!
—No se quejaba —respondió suavemente—. Contaba cosas. Cómo llegaba a casa y cada noche le recordabas todo lo que te debía. Cómo lo humillabas delante de sus amigos, cómo montabas escenas. Él solo quería tranquilidad. Que alguien lo esperara sin reproches.
Me quedé callada. De pronto, me sentí incómoda. En Lucía no había ni rabia ni amargura fingida. Solo honestidad.
—Tú también estás agotada, Carmen —continuó—. Tienes dolor y resentimiento. Pero no peleemos. Si él decide irse, lo dejaré ir. No lo retengo por fuerza. Aquí solo tenemos… paz.
Por primera vez en mucho tiempo, no supe qué responder. Me senté a la mesa y tomamos café juntas. Sacó un pastel casero, miel de la colmena y queso fresco.
Luego dijo:
—Quédate a dormir. Ya es tarde, y aún podemos hablar. Te preparo la habitación de mi hijo, que está en la universidad.
Me quedé. Esa noche apenas pude dormir. Las palabras de Lucía, los recuerdos de las discusiones con Javier, cómo proyectaba en él mi insatisfacción, cómo gritaba, acusaba, me compadecía a mí misma… sin ver cómo se apagaba a mi lado.
Por la mañana, me levanté en silencio y le dejé una nota:
«Lucía, vine como una enemiga. Pero me voy con respeto. Gracias por no humillarme, por no gritarme, por no echarme. Si la vida te da la oportunidad de ser feliz, tómala. Y si alguna vez pasas por Toledo, ven a casa. A tomar un café.»
Me fui. Sin dramas. Sin escándalos.
Javier no volvió. Pero ya no quería que lo hiciera. Ahora entendía: cuando alguien se va, es porque sufría. Y si otra persona le dio el calor que yo no supe dar… que sea feliz.
Yo aún tengo una vida por delante. Y esta vez, quizá, la viviré con más sabiduría. La lección es clara: a veces, el amor no se demuestra con posesión, sino con la libertad de dejar ir.