Encuentro que Cambia el Destino

El Destino Se Cumple

Ana se casó con Sergio justo al terminar la universidad. Su amor era tan intenso que parecía que el mundo entero existía solo para ellos. Sus padres, al ver su felicidad, les ayudaron a comprar un amplio piso de dos habitaciones en Bilbao.

Una de las habitaciones la convirtieron en un cuarto infantil con mimo. Colocaron dos camitas pequeñas, imaginando ya cómo su futuro bebé dormiría plácidamente en una de ellas. Hasta eligieron un nombre para su primer hijo: Daniel. Por alguna razón, Ana y Sergio estaban seguros de que sería un niño. Si nacía una niña, tenían reservado el nombre de Sofía. Pero a todos sus conocidos solo les hablaban de Daniel con entusiasmo, como si la posibilidad de una niña fuera algo lejano.

Al enterarse, la abuela de Ana, Isabel, la reprendió con severidad:

—¡Anita, no se hace eso! ¡Dar un nombre antes de tiempo es de mala suerte! ¡Solo se le pone nombre al niño cuando nace!

—Abuela, pero ¿tú crees en esas supersticiones? —Ana se rió, quitándole importancia.

Sin embargo, pasaron tres años, y el cuarto infantil seguía vacío, como maldito. Ana no podía quedarse embarazada. Medicinas, doctores, análisis interminables… Nada funcionaba. La esperanza se desvanecía como la nieve en primavera, dejando solo frío y vacío.

Isabel, viendo el sufrimiento de su nieta, la convenció de visitar a una curandera, tía Rosa. Ana no creía en esas cosas, pero la desesperación la llevó a aceptar. *¿Y si funciona?*, pensó.

Tía Rosa, tras escucharla, la miró con unos ojos profundos, casi sobrecogedores, y dijo:

—Soñasteis con un hijo, le disteis nombre: Daniel. Pero el nombre nació antes que el niño. Alguien se lo llevó. Ahora tú y quien lleva ese nombre sois infelices. Haz feliz a ese niño, y la felicidad llegará a vosotros.

El corazón de Ana se encogió. Sin saber por qué, las palabras de la anciana le resonaron como una verdad.

—Tía Rosa, ¿qué debo hacer? —su voz tembló.

—Lo sabrás —respondió la curandera—. Cuando lo entiendas, la felicidad entrará en vuestro hogar.

Pasó otro año. Seguían sin hijos. Ana casi había olvidado las palabras de tía Rosa, pero una esperanza tímida seguía viva en su corazón. Sergio tampoco perdía la fe, aunque una sombra de tristeza aparecía cada vez más en sus ojos.

Un día, Ana tuvo que ir al otro extremo de la ciudad por trabajo. Caminaba cerca del viejo teatro de títeres cuando un autobús con la leyenda “Hogar Infantil” se detuvo. De él bajaron niños de tres o cuatro años, riendo y parloteando como gorriones. Ana se detuvo, embelesada por su alegría. De pronto, una voz gritó:

—¡Danieeel!

Un niño pequeño, persiguiendo una gorra que el viento se llevó, salió corriendo hacia la calle. Ana, la más cercana, se lanzó hacia él, lo agarró y lo apretó contra su pecho, sintiendo su corazón latir a toda prisa.

—Daniel… —susurró, sin entender por qué supo su nombre.

—Mamá —dijo el niño, rodeando su cuello con sus manitas.

La cuidadora se acercó corriendo:

—¡Muchísimas gracias!

Intentó llevarse al niño, pero él se aferró a Ana sin soltarla.

—Daniel, ¿vamos a ver la función? —dijo Ana, aún temblorosa por el susto.

—¿Por qué me ha llamado mamá? —preguntó a la cuidadora, incapaz de apartar la mirada de sus ojos grandes.

—Así llaman a quien les gusta —respondió la mujer, y añadió—: ¿No tenéis hijos?

—No —la voz de Ana quebró, con lágrimas en los ojos—. Mi marido y yo llevamos años intentando…

La cuidadora la miró con ternura.

—Daniel es un niño maravilloso. Venid a visitarnos.

Esa noche, Ana recibió a Sergio con los ojos hinchados.

—¿Qué pasó, cariño? —Él la abrazó.

—Hoy, frente al teatro de títeres, había un autobús del hogar infantil —comenzó ella, conteniendo el llanto—. Un niño salió corriendo tras una gorra, y lo agarré a tiempo. Me abrazó y me llamó mamá. Y se llama… Daniel.

Ana rompió a llorar, apoyándose en el hombro de su marido.

—Sergio, llevémoslo a casa. Será nuestro hijo.

Sergio dudó un instante, pero luego sonrió.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó.

—Tres o cuatro. Es tan dulce, tan bueno… Sentí algo muy fuerte al abrazarlo.

—Bueno, tranquila —él le acarició el pelo—. Mañana vamos al hogar y lo averiguamos todo.

Al día siguiente, cargados de juguetes y dulces, Ana y Sergio fueron al hogar infantil. La directora, Natalia, los recibió con calidez. Ya sabía lo sucedido.

—Hola, pasad —dijo—. Gracias por lo de ayer, Ana.

—Hola —Ana respiraba hondo, intentando calmarse—. Soy Ana, este es mi marido, Sergio. Queremos conocer a Daniel.

—Claro, ahora os lo traigo —asintió Natalia.

La espera en aquella sala se hizo eterna. La puerta se abrió, y Daniel, al ver a Ana, corrió hacia ella gritando:

—¡Mamá!

Ana lo abrazó, llorando.

—Daniel, cariño mío…

Sergio sacó los juguetes. El niño se acercó curioso.

—¿Los abrimos? —propuso Sergio.

Dentro había un coche, un robot y un conejo de peluche. Daniel brillaba de felicidad. Natalia susurró a Ana:

—Vamos a mi despacho a hablar. Que ellos jueguen.

Media hora después, Ana regresó con una carpeta de documentos. Sergio y Daniel seguían inmersos en el juego.

—Daniel y yo ya somos amigos —sonrió Sergio.

—Daniel, hora de dormir —dijo Natalia, pero el niño miró a Ana con miedo.

—Volveremos mañana —Ana se inclinó hacia él—. ¿Nos esperas?

—Sí —susurró, abrazándola.

Comenzaron los trámites de adopción. Ana y Sergio pasaban cada día libre con Daniel. El niño los esperaba, radiante de felicidad cada vez.

Un viernes, Sergio fue solo. Tomó a Daniel en brazos:

—¿Quieres venir a casa con nosotros?

—¡Sí! —sus ojos brillaron.

Lo llevaron al coche, y Daniel gritó emocionado:

—¡Vamos en coche!

Sergio lo sentó en su sillita y partieron. Ana los esperaba en la puerta.

—¡Mamá! —Daniel corrió hacia ella—. ¡Vine con papá en coche!

Subieron al piso. Daniel miraba asombrado su nuevo cuarto con la cama.

—Hoy dormirás aquí —dijo Ana, sonriendo.

Cenaron, y el niño, acostumbrado al estricto horario del hogar, se maravilló con el cariño que recibía. Aquí no había cuidadores indiferentes, solo mamá y papá, que lo querían.

Al día siguiente, comenzaron las maravillas. Ana lo llevó a la peluquería, le compró un traje nuevo y visitaron a las abuelas. El domingo, sin embargo, tuvieron que devolverlo al hogar. Daniel estaba triste, pero Ana y Sergio le prometieron que pronto estaría con ellos para siempre.

El día decisivo llegó. Fueron juntos. Ana habló con Natalia, mientras Sergio le dio a Daniel una bolsa de chocolatinas.

—Hoy esHasta que, un año después, en una mañana soleada, Daniel despertó con un suave llanto que venía de la cuna nueva junto a su cama, y al asomarse, vio a su hermanita Sofía, mientras Ana y Sergio sonreían entre lágrimas.

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