Hoy escribo sobre el día más extraño desde que nos mudamos al pueblo. Con Rodrigo y nuestra hija, Martina, decidimos dejar atrás el ruido de Madrid para empezar una vida tranquila en un pueblecito de Andalucía. Compramos una casa con terreno, criamos gallinas y hasta tenemos dos cabras. Por las tardes, paseo con ellas junto al río, disfrutando del atardecer y del silencio.
—Mamá, ya está anocheciendo, ¿otra vez con las cabras? —gritó Martina desde la puerta.
—Vamos al río, la hierba está más fresca —respondí—. Volveré en una hora, no te preocupes.
Pero pasaron dos horas y yo no regresaba. Martina se alarmó y convenció a Rodrigo para salir a buscarme. Cuando me encontraron, me vieron sentada en el banco de la entrada, pálida, temblando, riendo y llorando a la vez.
—Mamá, ¿qué pasó? —preguntó Martina, angustiada.
—He visto algo…—susurré— peor que un fantasma.
Tan solo una hora antes, caminaba por el sendero como de costumbre. Las cabras pastaban y, cansada, me senté un momento bajo un olivo. Me quedé dormida. Al despertar, ya era casi de noche. Me levanté de un salto y fui a buscarlas. Las malditas se habían metido entre los arbustos. Corrí tras ellas y entonces lo vi: algo negro y alargado moviéndose entre la hierba, arrastrado por la última cabra, Rosalía.
Al principio pensé que era un tejón. El miedo me paralizó… ¿y si estaba enfermo? Pero esa cosa no soltaba a Rosalía, que empezó a balar desesperada. Agarré un palo, dispuesta a defenderla… y de pronto, la criatura saltó, como si fuera a atacarme.
Cuando todo terminó, me armé de valor y me acerqué. Y entonces lo entendí: eran unos calzoncillos enormes, enganchados en un sedal de pesca. Alguien los dejó secando en los matorrales y Rosalía se los llevó arrastrando.
Me desplomé en la hierba, riéndome a carcajadas. El susto, la tensión, todo salió en esa risa nerviosa. Pero Rodrigo y Martina no se lo tomaron a risa. Ahora tengo prohibido pasear a las cabras cerca del río. Dicen que nunca se sabe qué más podría “cobrar vida” por allí.