Encuentro inesperado en la orilla

Un encuentro inesperado a la orilla del río

Ana, junto a su marido y su hija, decidió dar un giro radical a su vida: dejar atrás el bullicio de la ciudad y mudarse a un tranquilo pueblo. Compraron una casa, criaron animales y plantaron un huerto. Así comenzó un nuevo capítulo. Por las tardes, Ana paseaba con sus cabras junto al río, contemplando las puestas de sol y disfrutando del silencio.

—Mamá, ya está anocheciendo, ¿otra vez con las cabras? —gritó sorprendida su hija Lucía.
—Vamos al río, la hierba está más fresca —respondió Ana—. Vuelvo en una hora, no te preocupes.

Pero ni en una hora ni en dos regresó. Lucía, inquieta, convenció a su padre para salir a buscarla. No la encontraron de inmediato. Cuando la vieron, se quedaron helados: estaba sentada en el banco de la entrada, pálida, temblorosa, riendo y llorando a la vez.

—Mamá, ¿qué pasó? —preguntó Lucía.
—Lo he visto —susurró Ana—, no era un fantasma… algo peor.

Tan solo una hora antes, caminaba como siempre por el sendero hacia el río. Las cabras pastaban, ella se sentó a descansar y se quedó dormida. Al despertar, el crepúsculo la envolvió. Se levantó de un salto y fue a reunir a las cabras, que, como por maldición, se adentraron en los matorrales. Ana las siguió. De pronto, notó que algo se movía entre la hierba tras la última cabra. Algo largo y negro…

Al principio pensó que era un turón. El miedo le heló la sangre: ¿y si estaba rabioso? La criatura no se alejaba. La cabra Martina comenzó a balar, y Ana, dispuesta a defenderla, levantó un palo… cuando, de repente, aquello saltó y pareció lanzarse sobre ella.

Pero cuando todo terminó y se atrevió a acercarse, descubrió que eran… unos enormes calzoncillos de hombre, enganchados a la cabra con un sedal de pesca. Seguro que alguien los dejó secando en los arbustos y la cabra se los llevó.

Ana se desplomó en la hierba, riendo sin control. La tensión, el miedo, la adrenalina… todo estalló en carcajadas. Justo entonces, su marido y su hija la encontraron. Ya en casa, le prohibieron terminantemente llevar las cabras al río: ¡quién sabe qué más podría “cobrar vida” allí!

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