Encuentro inesperado a orillas del río
Isabel y su marido, junto a su hija, decidieron dar un giro radical a su vida: dejaron la bulliciosa ciudad para mudarse a un tranquilo pueblo en la sierra. Compraron una casa con terreno, criaron algunas gallinas y plantaron un huerto. Así comenzó una etapa completamente nueva. Por las tardes, Isabel solía pasear con sus cabras junto al río, disfrutando de los atardeceres y el silencio de la campiña.
—Mamá, ya está oscureciendo, ¿otra vez con las cabras? —gritó su hija Lucía, sorprendida.
—Vamos al río, la hierba allí está más fresca —respondió Isabel—. Volveré en una hora, no te preocupes.
Pero ni en una hora ni en dos regresó. Lucía se inquietó y convenció a su padre para salir a buscarla. No la encontraron de inmediato. Cuando por fin la vieron, se quedaron helados: estaba sentada en el banco de la entrada, pálida, temblando, entre risas y lágrimas.
—Mamá, ¿qué ha pasado? —preguntó Lucía.
—Vi algo… —susurró Isabel—, no un fantasma… algo peor.
Tan solo una hora antes, ella caminaba, como siempre, por el sendero hacia el río. Las cabras pastaban tranquilamente, y ella se sentó a descansar, quedándose dormida. Al despertar, ya era casi de noche, así que se apresuró a reunir a los animales. Como por maldición, las cabras se metieron entre los arbustos. Isabel las siguió. De repente, notó que algo se movía entre la hierba detrás de la última cabra. Algo largo y negro…
Al principio pensó que era un turrón. El miedo le apretó el pecho: ¿y si estaba rabioso? La criatura no se apartaba. La cabra, a la que llamaban Nieve, comenzó a balar. Isabel se preparó para defenderla, levantó un palo… y entonces, aquello saltó como si fuera a atacarla.
Pero cuando todo terminó y se atrevió a acercarse, descubrió que era… unos calzoncillos enormes, enganchados en la cabra por un sedal de pescar. Seguramente, alguien los había dejado secando en los matorrales y el animal los arrastró consigo.
Isabel se dejó caer en la hierba y se echó a reír. La tensión, el miedo, la adrenalina… todo estalló en carcajadas. Justo en ese momento, su marido y su hija la encontraron. Y esa misma noche, le prohibieron tajantemente llevar las cabras al río: nunca se sabe qué más podría “cobrar vida” allí.
Hoy aprendí que el miedo nos juega malas pasadas, pero la risa siempre nos devuelve a la realidad. A veces, lo que creemos un peligro solo son calzoncillos viejos persiguiendo a una cabra.