**Un Encuentro del Destino**
María se casó con Javier justo después de terminar la universidad. Su amor era tan intenso que parecía que el mundo existía solo para ellos. Los padres, al ver su felicidad, les ayudaron a comprar un amplio piso de dos habitaciones en Sevilla.
Con ilusión, prepararon una de las habitaciones como cuarto infantil. Compraron dos cunas pequeñas, imaginando cómo su futuro bebé dormiría plácidamente. Incluso eligieron un nombre para el primogénito: Daniel. Por algún motivo, estaban seguros de que sería un niño. Por si acaso, guardaron otro nombre: Sofía. Pero a todos les hablaban entusiasmados de Daniel, como si una niña fuera una remota posibilidad.
Al enterarse, la abuela de María, Carmen, la reprendió con severidad:
—María, ¡no se hace eso! Dar el nombre antes es de mala suerte. ¡El nombre se elige cuando nace el niño!
—Abuela, ¿por qué crees en esas supersticiones? —replicó María, riendo.
Pero pasaron tres años, y la habitación seguía vacía, como maldita. María no podía quedarse embarazada. Medicinas, doctores, análisis interminables… nada funcionaba. La esperanza se desvanecía como la nieve en abril, dejando solo frío y vacío.
Carmen, viendo su sufrimiento, la convenció de visitar a una curandera, la tía Rosario. María no creía en esas cosas, pero la desesperación la impulsó a probar. «¿Y si funciona?», pensó.
La tía Rosario la escuchó, la miró con unos ojos profundos que casi daban miedo, y dijo:
—Ustedes soñaron con un hijo, le dieron un nombre: Daniel. Pero el nombre nació antes que el niño. Alguien se lo llevó. Ahora, tanto ustedes como quien lleva ese nombre son infelices. Haz feliz a ese niño, y la felicidad vendrá a ti.
Las palabras de la anciana resonaron con una extraña verdad en el corazón de María.
—Tía Rosario, ¿qué debo hacer? —su voz tembló.
—Lo sabrás —respondió misteriosa—. Cuando lo descubras, la alegría llegará a tu hogar.
Pasó otro año. Los hijos no llegaban. María casi olvidó las palabras de la curandera, pero una esperanza persistía. Javier tampoco perdía la fe, aunque la tristeza asomaba en su mirada.
Un día, mientras María caminaba por el centro de la ciudad, pasó frente al antiguo teatro de títeres. Un autobús con el cartel «Hogar Infantil» se detuvo. De él bajaron niños de tres o cuatro años, riendo como gorriones. María se detuvo, cautivada. De pronto, una educadora gritó:
—¡Danieeel!
Un niño pequeño corrió hacia la calle tras una gorra que el viento se llevó. María, la más cercana, se lanzó hacia él, lo agarró y lo abrazó, sintiendo su propio corazón latir con fuerza.
—Daniel —susurró, sin saber por qué lo llamó así.
—Mamá —dijo el niño, envolviendo su cuello con sus manitas.
La educadora se acercó:
—¡Muchas gracias!
Intentó llevárselo, pero el pequeño se aferraba a María sin soltarla.
—Daniel, ¿vamos a ver la función? —le dijo ella, aún temblorosa.
—¿Por qué me llamó mamá? —preguntó a la educadora, sin poder apartar la mirada de sus ojos grandes.
—Les llaman así a quienes les gustan —respondió—. ¿No tienen hijos?
—No —María contuvo las lágrimas—. Mi marido y yo… lo deseamos tanto.
La mujer sonrió con calidez.
—Daniel es un niño maravilloso. Vengan a visitarnos.
Esa noche, María recibió a Javier con los ojos llorosos.
—¿Qué pasó, Mari? —la abrazó.
—Hoy, en el teatro, un niño del Hogar Infantil casi fue atropellado. Lo agarré… y me llamó mamá. Y se llama… Daniel.
María se derrumbó en llanto contra su pecho.
—Javi, llevémoslo a casa. Será nuestro hijo.
Javier reflexionó un instante, luego sonrió.
—¿Cuántos años tiene?
—Tres o cuatro. Es dulce, cariñoso… Al abrazarlo, sentí algo indescriptible.
—Bueno, tranquila —acarició su pelo—. Mañana vamos al Hogar.
Al día siguiente, con juguetes y dulces, visitaron el Hogar. La directora, Luisa, los recibió amablemente.
—Gracias por lo de ayer. ¿Quieren conocer a Daniel?
—Sí —asintió María, nerviosa.
Cuando el niño entró y vio a María, corrió hacia ella gritando:
—¡Mamá!
María lo abrazó, llorando. Javier sacó los regalos, y Daniel brilló de felicidad.
Tras los trámites, Daniel pasó un fin de semana con ellos. Al volver al Hogar, prometieron regresar pronto.
El día final llegó. Javier le dio una bolsa de golosinas a Daniel.
—Es tu último día aquí. Compártelas con tus amigos.
Los demás niños lo miraron con envidia sana, sabiendo que su amigo tendría por fin una familia.
Un año después, Daniel iba al jardín de infancia, feliz. Hasta que un día, una ambulancia se llevó a María. Él temió lo peor.
Tres días después, Javier llegó con un pequeño bulto que gorjeaba. María, radiante, estaba a su lado. La abuela abrió la mantita y mostró a Daniel:
—Mira, es tu hermanita.
—¿Cómo se llama? —preguntó la otra abuela, fingiendo enfado.
—¡Sofía! —dijo Daniel con orgullo.
—¡Hijo mío! —María lo abrazó, llorando de felicidad—. ¡Cuánto te he echado de menos!
**Moraleja:** A veces, el destino nos lleva por caminos inesperados, pero el amor verdadero siempre encuentra su manera de florecer, incluso cuando la vida parece negarnos nuestros sueños.