ENCUENTRO CON UN ÁNGEL.

LO QUE GUARDA UN ÁNGEL

A María le invadía una sensación de satisfacción. Había vivido un día intenso, pues el parto difícil que asistió como ginecóloga había tenido un desenlace feliz. Ahora, después de una larga jornada en el centro perinatal, se dirigía de regreso a casa.

Con bolsas en las manos llenas de alimentos, se acordaba de las veces que su marido había insistido en enseñarle a conducir para que no dependiera siempre del autobús. Él a menudo salía de la ciudad por trabajo, pero María, a pesar de algunos intentos, no se atrevía a hacerlo. Había desarrollado un miedo atroz desde que un coche casi la atropelló en su infancia.

Mañana por fin tendría un día libre, justo para celebrar su cumpleaños número 40. María, fiel a las creencias populares, decidió no celebrarlo a lo grande, sino en la intimidad de su hogar con toda su familia.

Cada vez faltaba menos para llegar a la parada del autobús cuando, de improviso, resbaló y cayó junto con sus bolsas en un montículo de nieve. Intentando entender cómo levantarse con dignidad, una voz se alzó a su lado derecho.

—Señorita, ¿se encuentra bien? ¿Puedo ayudarla a levantarse?

El hombre era amable, de unos años similares a los de María, con una expresión afable y sonrisa acogedora. Con gentileza, la ayudó a liberarse del montón de nieve y la animó a continuar su camino.

—Siempre tienes prisa —dijo él con una voz tan cálida que parecía que ya la conocía de antes, aunque era la primera vez que se encontraban. María le agradeció y se dispuso a seguir.

—Estás muy agotada, María —dijo él, ahora con un tono de preocupación. Era como si lo hubiese pronunciado un ser querido más cercano—. No deberías exigirte tanto…

—Descansaré en el fin de semana. Además, mañana es mi cumpleaños —respondió María, y el hombre sonrió de nuevo.

—¡Felicidades! Hazme caso, antes de dormir pronuncia: “Mañana mi vida cambiará para mejor”. Y créeme, lo hará. Solo no olvides hacerlo.

María sonrió, mientras el desconocido se despedía y desaparecía tras la esquina. Pronto llegó su autobús.

Al llegar a casa, la desordenada escena habitual la recibió: la entrada llena de cosas, la cocina con platos sin lavar por doquier, y el pequeño perro Paco mirándola ansioso junto a su plato vacío.

Primero alimentó a Paco y lo sacó a pasear. Lo había encontrado su hija medio congelado hace dos años, y tras muchos ruegos, lo habían adoptado prometiendo ella cuidar del cachorro, promesa que solo cumplió durante un par de semanas, pues las responsabilidades recayeron en María.

¿Cuánto tiempo había pasado? Finalmente, había terminado con sus quehaceres. Su marido estaba en un viaje de negocios en una ciudad vecina, y su hija pasaba el día con su abuela. Las visitas llegarían al día siguiente. Aunque sabía que tenía que preparar algo especial, disfrutó de la noche de solitud.

Ese momento era un verdadero lujo. Nadie para cargarla con problemas ni con sus malos humores. Tiempo para disfrutar de música, un buen libro, aunque lo que más deseaba era dormir.

Mientras cerraba los ojos, recordó las palabras del desconocido: “Que mañana mi vida cambie para mejor”, susurró sin entender muy bien por qué.

A primera hora de la mañana, el timbre la sorprendió con una inesperada visita: su marido estaba en la puerta. Radiaba una felicidad inusitada.

—Buenos días, mi sol —dijo él con dulzura. María estaba perpleja. Estas palabras cariñosas ya no eran el tono habitual de su hogar. Cuando ya había aprendido a no depender de esos gestos, aparecían de nuevo. Y él, sobrio, traía consigo un gran paquete.

—¡Feliz cumpleaños! Me escapé para estar contigo. Lo demás puede esperar —continuó él con el mismo tono.

María se echó hacia atrás, incrédula. Él entró, dejó el paquete sobre la mesa y, sin dejar de sonreír, la abrazó y le susurró dulzuras.

¿Qué había pasado con su habitual mal humor? La calidez llenó su corazón, una sensación casi olvidada. El teléfono sonó.

—¡Feliz cumpleaños, mamá! ¡Eres la mejor! Venimos para el almuerzo, tengo un regalo especial para ti —chillaba emocionada su hija.

Luego, recibió llamadas del jefe médico concediéndole unos días pendientes de descanso del año pasado, su amiga, su tía, un compañero de colegio, y hasta las pacientes agradecidas…

Agradable a lo bueno se acostumbra uno rápido. Y ya parecía que siempre había sido así.

Por la noche, después de despedir a los invitados, María salió a pasear con Paco al parque cercano. Allí, volvió a aparecer aquel desconocido de manera inesperada.

—¿Tuviste un buen día, María? ¡Feliz cumpleaños!

—¿Cómo sabes mi nombre? No creo haberte visto antes —preguntó ella, intrigada.

—Nos conocemos hace cuarenta años, desde tu primer día. Soy tu ángel de la guarda.

Le recordó momentos de su infancia y juventud, donde había intervenido de manera invisible para protegerla, en situaciones donde su vida había estado en peligro.

—Me resulta difícil ayudarte cuando te olvidas de ti misma. Cargas con todo, esperas amor de otros cuando tú no te amas. He roto las reglas al aparecerme; quiero que entiendas que debes quererte a ti misma.

—Conocen todo de nosotros —respondió María—, pero, ¿no deberías tener alas?

—¿Y qué esperas de ellos? Siempre buscáis pruebas. ¿No ves mi amplio abrigo? —contestó él, desplegando las alas ocultas—. Es hora de despedirme.

Dicho esto, se evaporó en la nevada.

P.D. —Un cuento, dirán ustedes. Y así es, pero lleva un mensaje verdadero: ¡Ámense y sean felices! ¡Es mi más sincero deseo para ustedes!

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ENCUENTRO CON UN ÁNGEL.