Encuentro con el eco del sufrimiento

Hoy me he encontrado con un sabor amargo en el alma.

Hace unos días, volviendo de hacer la compra, me topé de casualidad con una vieja conocida. Habían pasado años desde la última vez que hablamos—antes charlábamos como vecinas, compartíamos nuestras vidas, pero el tiempo nos llevó por caminos distintos. Ella me sonrió con alegría, me abrazó como si esos años de silencio no hubieran existido. Me sugirió sentarnos en un banco cerca del parque—”hablemos un rato, recordemos viejos tiempos”, dijo. Acepté sin pensar. No sabía entonces que esa conversación me dejaría una herida en el corazón.

Empezamos a hablar. Le conté que llevo tres años casada, que tengo dos hijos maravillosos, el más pequeño de apenas un año. Ahora estoy de baja maternal, disfrutando de esta etapa. Lo contaba con naturalidad, con cariño—porque, al fin y al cabo, parecía alguien con quien podía ser sincera. Pero mientras hablaba, su rostro comenzó a cambiar: la sonrisa se le torció, los ojos se le oscurecieron, y en su mirada apareció una mezcla de cansancio e irritación.

Al principio pensé que quizá no estaba de buen humor. Pero entonces soltó una frase con tanto resentimiento que me quedé helada:

—Qué suerte tienes, has tenido hijos y mantienes la figura de una chiquilla… nadie lo diría…

Lo dijo con una risa falsa, pero en su voz había envidia, casi rabia. Me reí incómoda, intenté cambiar de tema, pero noté cómo la tensión se apoderaba del aire. Todo lo que decía parecía despertar en ella una agresión silenciosa.

Cuando le dije que tenía que irme—”tengo que recoger al mayor del colegio”—, me lanzó al despedirse, con desdén:

—La suerte que tienes… marido, hijos… Qué bien te ha ido, ¿eh?

Y entonces se levantó bruscamente y se fue. Yo me quedé sentada en ese banco como si me hubieran tirado un cubo de agua fría. Sabía que ella tenía un hijo, ya mayor de treinta. Desde hace años, hablaban de sus problemas: no trabajaba, no quería independizarse, siempre colgado de ella. Incluso hubo un tiempo en que se metió en malas compañías y empezó con las drogas. No pensaba en casarse, y su carácter era difícil, conflictivo. Pero para ella, él siempre fue su único amor, su razón de vivir.

Quizá por eso le dolía tanto escuchar que yo tenía una familia, hijos, y que, en sus ojos, parecía “demasiado feliz”. Envidia. Eso era lo que había en su mirada. Envidia pura, cortante. Y yo no la había provocado, no me estaba presumiendo. Solo contestaba sus preguntas.

Pero ahora entiendo: no todo el mundo está preparado para escuchar sobre la felicidad ajena. Sobre todo cuando la propia se ha roto o nunca llegó. Yo no tengo la culpa de que las cosas con su hijo no salieran bien. No fui yo quien buscó esa comparación—fue ella quien se acercó.

Han pasado varios días desde ese encuentro, y aún siento un peso en el pecho. Aquella conversación fue como un caramelo envenenado—dulce al principio, pero con un regusto amargo.

Tal vez cometí un error: abrirme demasiado. A veces dan ganas de compartir la alegría, pero se nos olvida que no todas las sonrisas son sinceras. No todos los que te saludan con afecto están realmente contentos por ti.

Ahora lo tengo claro: la felicidad es como un río tranquilo. No hay que exponerla a los ojos de cualquiera. No todos merecen escuchar sobre tus alegrías, porque a veces, detrás de tu sonrisa, alguien solo ve el reflejo de su propio dolor.

Rate article
MagistrUm
Encuentro con el eco del sufrimiento