**Diario de Javier**
Llegué al hospital con el pecho lleno de ilusión. En una mano, llevaba globos que decían «Bienvenidas a casa»; en el coche, una manta suave para arropar a mis hijas. La espera había sido largameses de preocupación y alegría mezclados. Carmen, mi esposa, lo había soportado con una fuerza que me dejaba sin palabras. Por fin, seríamos cuatro.
Pero todo se derrumbó en un segundo.
Al entrar en la habitación, vi a las gemelas en brazos de una enfermera, pero Carmen no estaba. No había rastro de su ropa, su móvil, nada. Solo un papel sobre la mesilla:
*«Perdóname. Cuídalas. Pregúntale a tu madre qué me hizo».*
Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. Cogí a las niñaspequeñas, frágiles, con ese olor a leche y a algo profundamente nuestro. No supe qué decir. No podía pensar. Solo grité por dentro.
Carmen se había ido.
Los enfermeros no supieron explicarlo. Dijeron que salió por la mañana, tranquila, como si todo estuviera acordado. Nadie sospechó.
Llevé a las niñas a casa, a su cuarto recién preparado, con las paredes pintadas de azul claro y las sábanas impecables. Pero el aire seguía pesado.
En la puerta, mi madre, Doña Margarita, me esperaba con una cazuela de lentejas y una sonrisa.
*¡Por fin mis nietas han llegado! ¿Y Carmen? ¿Cómo está?*
Le entregué la nota. Su rostro palideció.
*¿Qué le hiciste?* pregunté, con la voz quebrada.
Ella balbuceó excusas. Que solo quería «hablar», «dar consejos», «evitar problemas». Palabras huecas.
Esa noche, cerré la puerta. No grité. Miré a mis hijas y contuve las lágrimas.
Mientras las mecía, recordaba cómo Carmen soñaba con ser madre, cómo eligió los nombresLucía y Sofía, cómo acariciaba su vientre creyendo que yo dormía.
Al ordenar su armario, encontré otra carta. Una nota dirigida a mi madre:
*«Nunca seré suficiente. Si quiere que desaparezca, lo haré. Pero que su hijo sepa: me voy porque usted me quitó la paz. No puedo más»*
La leí una y otra vez. Luego, me senté al lado de la cuna y lloré en silencio.
La busqué por todas partes. Sus amigas solo repetían lo mismo: *«Se sentía una intrusa en tu casa». «Creía que amabas más a tu madre». «Tenía miedo de quedarse pero más miedo de seguir a tu lado»*.
Pasaron meses. Aprendí a ser padre: cambié pañales, preparé biberones, me dormí vestido en el sillón. Y esperé.
Hasta que, en el primer cumpleaños de las niñas, alguien llamó a la puerta.
Era Carmen. Más delgada, con ojos cansados pero esperanzados. En sus manos, juguetes para las niñas.
*Perdóname* susurró.
No dije nada. La abracé fuerte. No como un marido herido, sino como un hombre al que le faltaba la mitad del alma.
Más tarde, sentada en el suelo del cuarto de las niñas, me contó todo: la depresión, las palabras de mi madre, los meses en casa de una amiga en Sevilla, las cartas que nunca envió.
*Nunca quise irme. Solo no sabía cómo quedarme.*
Le tomé la mano.
*Ahora lo haremos distinto. Juntos.*
Y así fue. De las noches sin dormir a los primeros dientes y risas. Sin Doña Margarita. Intentó volver, rogó perdón, pero no permití que nadie más rompiera lo nuestro.
Las heridas cicatrizan. Y quizás el amor no sea sobre familias perfectas, sino sobre quién se queda cuando todo se desmorona. Sobre quién vuelve. Sobre quién perdona.
**Javier**






