**Diario de Javier**
Cuando llegué al hospital ese día, el corazón me latía con fuerza. Llevaba un ramo de globos que decían “Bienvenidas a casa” y en el asiento trasero del coche, una manta suave para envolver a mis hijas. Mi esposa, Lucía, había enfrentado el embarazo con valentía, y después de meses de espera, por fin llegaba el momento de comenzar nuestra vida en familia.
Pero todo se vino abajo en un instante.
Al entrar en la habitación, vi a las gemelas recién nacidas en brazos de una enfermera, pero Lucía no estaba. Ni su bolso, ni el móvil. Solo una nota sobre la mesilla:
*”Perdóname. Cuídalas. Pregúntale a tu madre qué me hizo.”*
El mundo se me deshizo en ese momento. Instintivamente, tomé a mis hijaspequeñas, frágiles, oliendo a leche y a algo inexplicablemente nuestro. No sabía qué hacer. Me quedé ahí, paralizado, mientras por dentro gritaba.
Lucía se había ido.
Corrí hacia las enfermeras, exigiendo explicaciones. Ellas se encogieron de hombrosdijeron que había salido por voluntad propia, temprano, asegurando que todo estaba acordado conmigo. Nadie sospechó nada.
Llevé a las niñas a casa, a su habitación nueva, con olor a ropa recién lavada y un toque de vainilla, pero el pecho seguía apretado.
En la puerta me esperaba mi madre, Doña Carmen, con una sonrisa y un plato de cocido en las manos.
*”¡Por fin mis nietitas están aquí!”* exclamó, alegre. *”¿Cómo está Lucía?”*
Le entregué la nota. El color se le borró del rostro.
*”¿Qué le hiciste?”* pregunté, con la voz rota.
Ella intentó justificarse. Dijo que solo quiso hablar con Lucía, aconsejarle cómo ser una buena esposa, “proteger a su hijo de problemas”. Palabras vacías.
Esa noche, cerré la puerta a mi madre. No grité. Solo miré a mis hijas y luché por no perder la razón.
Las noches en que las mecí, recordaba cómo Lucía soñaba con ser madre, cómo eligió los nombresClara y Sofíay cómo acariciaba su barriga, creyendo que yo dormía.
Al ordenar su armario, encontré otra carta. Una nota dirigida a mi madre.
*”Nunca me aceptará. No sé qué más hacer para ser suficiente. Si quiere que desaparezca, desapareceré. Pero que su hijo sepa: me fui porque usted me quitó la confianza. Ya no puedo más”*
La leí una y otra vez. Luego, entré al cuarto de las niñas, me senté junto a sus cunas y lloré. En silencio.
Empecé a buscarla. Llamé a sus amigas, pregunté a conocidos. Las respuestas eran siempre las mismas: *”Se sentía como una extraña en tu casa.”* *”Decía que amabas más a tu madre que a ella.”* *”Tenía miedo de estar solapero más miedo aún de quedarse a tu lado.”*
Pasaron los meses. Aprendí a ser padre. Cambié pañales, preparé biberones, me dormí incontables veces con la ropa del día puesta. Y esperé.
Hasta que, un año después, en el primer cumpleaños de las niñas, llamaron a la puerta.
Era Lucía. La misma, pero distinta. Más delgada, con ojos llenos de dolor, pero también de esperanza. En las manos, llevaba una bolsa con juguetes.
*”Perdóname”* susurró.
No dije nada. Me acerqué y la abracé. Fuerte. No como un marido herido, sino como alguien al que le faltaba la mitad del alma.
Más tarde, sentada en el suelo del cuarto de las niñas, Lucía lo contó todo. La depresión posparto. Las palabras duras de mi madre. El tiempo en casa de una amiga en Granada, la terapia, las cartas escritas y nunca enviadas.
*”Nunca quise irme.”* sollozó. *”Solo no sabía cómo quedarme.”*
Le tomé la mano.
*”Ahora lo haremos diferente. Juntos.”*
Y así empezamos de nuevo. De las noches sin dormir a los primeros dientes y balbuceos. Sin Doña Carmen. Ella intentó volver, suplicó perdón, pero no permití que nadie más rompiera mi familia.
Las heridas sanaron. Y quizás el amor no sea sobre familias perfectas o matrimonios sin grietas. Sino sobre quién se queda cuando todo se derrumba. Sobre quién vuelve. Sobre quién perdona.







