Querido diario,
Hoy me siento agradecida y emocionada, así que tengo que dejar constancia de este día. Gracias por todo el apoyo, los ánimos, los comentarios a mis historias y, por supuesto, por vuestra generosidadsois muchos los que os habéis volcado conmigo y con mis cinco gatos castizos.
Compartid, por favor, estos relatos si os tocan el corazón; a una le hacen muy feliz esos gestos.
– ¿Tu hija quería un perro de raza? preguntó un día el vecino.
– Quería, pero no hay dinero de sobra, Pedro… Ya ves que solo salimos adelante mi niña y yo le contesté. El vecino solo sonrió y añadió: Pues te lo regalo, vente conmigo.
Como suele pasar, mi hija Lucía ya había vuelto del colegio. Al oírlo, se aferró a mi brazo:
¡Mamá, vamos, es gratis! ¡Yo lo voy a cuidar, lo prometo! ¡Sacaría sólo dieces, mamá!
¡Pero Pedro! ¿No tienes otra cosa que hacer? Aquí tienes a la niña en un sinvivir y a mí abrumada le solté medio enfadada.
Mujer, Emilia, échame un vistazo primero y luego te enfadas, si quieres. Soy buen tipo, trabajo y no tengo vicios, solo que… estoy solo.
Ay, Pedro, ¿qué me vas a contar? Si te conozco como si te hubiera parido. Te saco siete años y cuando yo terminé el instituto tú estabas con las tablas de multiplicar, anda ya…
Eso era entonces. Míranos ahora, solo te gano en altura… y un poco en fuerza Pedro se acercó y me rodeó suavemente los hombros.
Lucía, mira qué alto y fuerte soy junto a tu madre…
Pero menos de cabeza, que la abrazas delante de la niña logré zafarme.
Eso es lo que me falta, alguien tan lista como tú. Por eso estoy aquí, dándole vueltas suspiró Pedro.
¡Venga, basta ya! ¿Nos llevas o no a ver al perrito? Lucía, con voz medio llorosa.
Es que este no lo vais a encontrar ni pagándolo, es precioso, con sus manchitas… Y anda que no tiene historia, venid, os la cuento puso Pedro un tono misterioso, mientras Lucía, entrelazando mi mano, insistía:
¡Mamá, dijiste que sí!
Vi en sus ojos el titubeo y Pedro se apresuró:
Venga, ¿arranco el coche? Está cerca, no os vais a arrepentir.
Le eché una mirada de soslayo, resoplé y finalmente le dije a Lucía:
Vale, dicen que es pequeño, pero menos notas bajas, ¿eh?
Durante el camino, mi hija no paraba:
¿Es simpático? ¿Cómo se llama? ¿Llegamos ya, tío Pedro?
Al fin, llegamos a un piso antiguo.
Era de mi madre, que en paz descanse. Lo alquilaba, pero mira qué disgusto. No pude limpiar; me he encontrado el percal ayer, cuando fui a cobrar el alquiler…
Dentro nos encontramos un desastre: suciedad por todas partes.
Entre bolsas de arroz esparcidas, cajas de galletas vacías y latas oxidadas apestando, se acurrucaban, hombro con hombro, un gatito gris de ojos ámbar y un perro pequeño y desaliñado.
Fueron abandonados por las últimas inquilinas, dos chicas jóvenes, que se marcharon dejando a los animales encerrados sin agua ni comida.
¿Cómo sobrevivieron? susurró Lucía con asombro.
Por todo el piso quedaban las huellas de su batalla por sobrevivir. Se habían comido lo poco que había: galletas, caramelos, macarrones crudos, copos de avena secos… Hasta abrieron una lata de fabada que quedaba por ahí, y compartieron la leche condensada vencida que encontraron. ¡Todo lo que pudieron!
Pero lo peor era el agua. Por suerte, el gato supo abrir el grifo del baño o se abrió solo y, milagrosamente, solo goteaba, así que no inundaron a los vecinos de abajo… aunque igual se hubiera arreglado antes todo.
Ya se me estaba encogiendo el corazón cuando Lucía corrió a acariciar y dar de comer a esos dos pillos, gracias a la comida que Pedro había traído consigo. Hasta yo, que pensaba no llorar por más que pasara, acabé con los ojos húmedos.
Pedro, bajando la voz, me susurró mientras la niña seguía distraída cuidando a los animales:
Si ya lo sabía, Emilia, eres una mujer de las de verdad, buena y generosa. Escúchame: ¿Nos llevamos a los dos a casa? Y de paso, ¿te casas conmigo? No he encontrado a nadie como tú. Tengo coche, dos pisos, Lucía tendrá su sitio cuando se haga mayor, y el otro lo alquilamos (¡a inquilinos serios, claro!). ¿No te gustaría formar una familia conmigo? Tal vez tengamos más niños, viviremos bien, con gato y perro incluidos, como en las mejores casas de la ciudad. Venga, anímate, Emilia.
¡Dile que sí, mamá! gritó Lucía, sin llegar a comprender todo el alboroto de los mayores.
Pedro se echó a reír:
¡Mírala, ya tienes la aprobación de todos! Anímate…
Me puse nerviosa, lo confieso. Pedro siempre me había gustado, y me demostró ser bueno de corazón, cuidando de aquellos animales como si fueran suyos. En realidad, nunca pensé que a mi edad volvería a recibir una proposición.
Déjame pensarlo, si no es broma me sonrojé.
Pues piénsatelo. Somos de barrio, sin orgullos tontos: me llevo al gato y a vosotras os dejo el perrito, como Lucía quería. Y mañana volvemos con la respuesta. ¡Mira que poner la casa bonita, Trasto! le dijo al perro, que ladró como si estuviera de acuerdo.
Al final me convenció Pedro. Dije que sí, y un mes después celebramos la boda en el portal, rodeados por todos los vecinos.
Cocinamos en mi casa y comimos en la suya, que era más grande para el banquete. Misi y Trasto, nuestros inseparables, no se apartaban de nosotros, como si supieran que estaban, por fin, donde debían.
Un año después llegaron los mellizos: Jimena y Alejandro. Ahora Misi y Trasto tienen trabajo de sobra, cuidando a la tropa de niños en esta gran familia, donde todos encontramos nuestro sitio.
Y, sobre todo, en una casa grande, llena de amor y travesuras, la felicidad se multiplica.
Los niños son felices, los animales también… y yo más que nunca. Sobre todo teniendo a nuestro Misi y a Trasto compartiendo la alegría del día a día.







