Lo encontré a los 65 años, pero en la boda el hermano de mi difunto esposo se levantó y gritó: “¡Me opongo!”
Cuando mi esposo falleció, sentí que todo se había acabado. Vivimos juntos cuarenta años, criando hijos, levantando un hogar, superando la pobreza, las enfermedades, las discusiones y las risas. Creía que sería para siempre. Pero un día simplemente se fue, sin advertencia alguna. Un derrame cerebral. Sin despedidas, sin una última palabra. Todo se vino abajo. Sentí como si alguien arrancara la mitad de mi alma y me dejara de pie en medio de una vida rota.
Pasó mucho tiempo antes de que pudiera recuperarme. Lloraba por las noches, hablaba con su foto, guardaba sus camisas en el armario para no perder su olor. Los hijos se fueron a sus vidas, los nietos venían de vez en cuando. Y el silencio… ese agobiante y denso silencio del viejo hogar con sillas vacías alrededor de la mesa.
Cinco años después, empecé a aprender a vivir sola. Pero un día, por casualidad, entré en una pequeña cafetería en Toledo—la misma donde solía llevarme mi esposo. Y allí lo vi a Él. Marcos. Un viejo amigo de la familia. Solía venir a casa, trabajaba con mi esposo en la misma fábrica. Habíamos perdido el contacto, pero allí estaba, como si el destino lo hubiera decidido.
Me reconoció de inmediato. Comenzamos a charlar, a recordar, a tomar café, a reírnos. Y de repente, me sentí ligera. Sin dolor, sin remordimientos. Solo calidez. Me llamó al día siguiente. Después empezamos a pasear por el parque, a preparar cenas, a leernos libros. Me cuidaba como a una princesa. Tenía sesenta y cinco años y nuevamente me sentía mujer. Viva. Necesaria.
Cuando Marcos me propuso matrimonio, me sentí desconcertada. Todo en mi interior tembló. Pensaba en mis hijos, en la gente, en los rumores. Pero mi hija mayor me dijo:
— Mamá, tienes derecho a ser feliz. Aunque algunos no lo entiendan.
Decidimos hacer una celebración discreta. Solo una cena familiar, sin opulencias. En la mesa estaban los más cercanos: hijos, nietos, un par de vecinos. Llevaba un vestido gris claro, Marcos un traje que había usado en la boda de nuestra hija. Todos sonreían y levantaban sus copas. Sentía que volvía a vivir.
Y entonces…
— ¡Me opongo!
La voz retumbó en la sala como un trueno. Me sobresalté. Todos se volvieron. Era Víctor, el hermano menor de mi difunto esposo.
Se puso de pie, blanco de ira, y me miró:
— ¡No tienes derecho! ¿Cómo puedes hacer esto? ¿Olvidaste a mi hermano? ¡Fuiste su esposa!
Las palabras me cortaron como cuchillos. Quedé paralizada, el corazón se detuvo. Sabía que Víctor siempre había estado cerca de nosotros, especialmente tras la muerte de mi esposo. Nos visitaba, ayudaba, traía alimentos. Y luego se había distanciado… No entendía por qué. Pero ahora estaba claro.
— No lo he olvidado, Víctor, —dije suavemente—. Pero no puedo pasar el resto de mi vida como viuda.
— Entonces, ¿te da igual? —gritó él—. ¿Simplemente lo borraste?
Marcos apretó mi mano bajo la mesa—firme, seguro.
— Víctor, —dijo calmadamente—. ¿Acaso quieres que esté sola el resto de su vida?
— ¡No está bien! —casi gritó.
Respiré hondo. Algo en mí se rompió: el miedo, la vergüenza, la indecisión. Me levanté de la mesa, lo miré:
— ¿Sabes qué es realmente incorrecto? Que me hayas querido en silencio todo este tiempo. Que esperaras que fuera tuya cuando él muriera. Y ahora no puedes aceptar que no te elegí a ti.
El silencio en la sala era sepulcral.
Víctor enmudeció, bajó la vista. Luego se dio la vuelta y salió sin decir una palabra.
Yo temblaba, pero ya no era por miedo. Ya no sentía culpa.
Marcos se levantó, se acercó a mí y me abrazó.
— Todo está bien, —susurró.
Lloré, no de dolor, sino de alivio. Porque sentí que ahora podía vivir de verdad. Que no le debía nada a nadie. Que el amor llega, incluso cuando piensas que es demasiado tarde.
Soy feliz. Encontré a un hombre que me acepta con todos mis recuerdos, con todo mi pasado, con arrugas, con la sombra de las pérdidas. No me pidió que olvidara. Simplemente se puso a mi lado. Y eso, es lo más importante.
Y si alguien piensa que a los sesenta y cinco años la vida se acaba, yo digo lo contrario. A veces, apenas comienza…