Encontré a un niño llorando, descalzo en el estacionamiento… pero nadie parecía conocerlo.
Estaba junto a un auto negro, sollozando tan fuerte que su pequeño cuerpo temblaba. Descalzo, el cuello enrojecido por el sol, y sus deditos aferrados a la puerta del coche, como si este se abriría si lloraba con suficiente fuerza.
Miré alrededor. Nadie corría. Nadie llamaba a un niño.
Me agaché junto a él.
—Oye, pequeño, ¿dónde están tus papás?
Lloró aún más.
—¡Quiero volver adentro!
—¿Adentro de qué?— pregunté suavemente.
Señaló el auto.
—¡A la película! ¡Quiero volver a la película!
Pensé que quizá se refería al cine, más allá en el centro comercial. Intenté abrir la puerta del coche, pero estaba cerrada. Adentro no había nada: ni silla infantil, ni juguetes. Solo vacío.
Lo levanté y fuimos al cine, preguntando si había venido con alguien. Asintió lentamente.
—Mi otro papá.
Me detuve de golpe.
—¿Tu otro papá?
Volvió a asentir.
—El que no habla con la boca.
Antes de que pudiera preguntar más, un guardia de seguridad llegó en un carrito. Le expliqué la situación.
Recorrimos el lugar con el niño: la zona de comida, el área de juegos, la oficina de seguridad. Todos los padres decían lo mismo:
—Lo siento, no es mío.
El personal revisó las cámaras.
Y entonces… se puso extraño.
Nadie lo había dejado allí.
Nadie había llegado con él.
Simplemente… apareció.
En un frame: nada.
En el siguiente, estaba ahí, descalzo, junto al auto negro.
El guardia señaló la pantalla:
—Esperen… miren su sombra.
Me incliné.
La sombra del niño… sostenía la mano de alguien más.
Me paralicé. En la pantalla, el niño miraba serenamente, pero su sombra… parecía viva. Alargada y desproporcionada para la hora del día. Tomaba la mano de una figura invisible.
El guardia palideció, alejándose de la silla.
—¿Es un error de imagen?— susurré, sin creerlo.
No respondió.
El niño miró la pantalla con calma, como si ya lo supiera.
—Volvió— dijo simplemente.
—¿Quién, pequeño?
Me miró.
—Mi otro papá.
Extendió su mano hacia la pantalla y tocó el rostro pixelado de su doble. Luego, se giró hacia la puerta.
En ese mismo instante… las luces parpadearon.
El aire acondicionado se detuvo, los neones titilaron. En el silencio casi total, se escuchó un chirrido metálico en el pasillo.
El niño sonrió.
—Me encontró.
El guardia y yo saltamos.
—¡Espera, no puedes…!
Pero el niño ya había salido, descalzo, sereno, como siguiendo un hilo invisible.
Lo seguí, pero en el pasillo… no había rastro de él.
Solo el auto negro. Estacionado en un área restringida, el motor aún caliente. Esta vez… la puerta estaba entreabierta.
El guardia se quedó atrás, demasiado perturbado. Me acerqué.
En el asiento del acompañante: un zapato pequeño. Solo uno. De niño.
Y algo aún más extraño: el cristal interior estaba lleno de marcas de manos diminutas. Pero el auto estaba vacío.
Retrocedí lentamente.
El guardia llamó a la policía, pero cuando llegaron, el auto había desaparecido. Ninguna cámara registró su salida.
El niño nunca fue encontrado.
Pero a veces, en algunos estacionamientos… la gente jura escuchar el llanto apagado de un niño… y ver una figura sombría tomando una mano mucho más pequeña.