Hoy ha sido un día que no olvidaré. Volvía del trabajo cuando sonó el teléfono. Era mi madre, Carmen. Jamás había escuchado su voz tan alegre, tanto que me alarmé.
—Hijo, ¿dónde estás? —preguntó, casi cantando.
—Vuelvo del curro, mamá. ¿Qué pasa?
—Ven a casa. Te estamos esperando —respondió misteriosa.
—¿Quién “nos”?
—Verás cuando llegues.
Colgué y aceleré el coche. En veinte minutos, entré en su piso. Al abrir la puerta del salón, me quedé helado: mi madre estaba sentada en el sofá con mi hija, Lucía, en su regazo.
Por la noche, me acerqué a mi mujer, Sofía.
—Hoy vi a mi madre —dije con cuidado.
—¿Y?
—Preguntó si podía venir al cumple de Lucía…
—No —cortó ella, sin mirarme.
—Escucha, ¿no crees que ya es hora de perdonarla? Han pasado dos años…
—Para ti han pasado. Para mí, siguen siendo dos años de recordar cada día lo que hizo. ¡Jamás lo olvidaré!
—Echa de menos a su nieta, Sofía. Se disculpó. La vida es una… Déjala venir.
—¡No! —Sus ojos brillaron de rabia—. No quiero verla.
—¡Pues yo sí! ¡Es mi madre! Y, seamos sinceros, las dos actuaron mal. ¿Por qué solo ella paga?
—¿O sea, yo tengo la culpa? Vale. Que venga. Lucía y yo nos iremos. ¡Celebradlo solos!
—¡No te atrevas!
—¡Ya verás cómo me atrevo! —Y salió de la habitación.
Hubo un tiempo en que todos envidiaban a Sofía. Un marido guapo, con éxito, un piso nada más casarse. Y la suegra… parecía de oro. Sofía presumía en el trabajo:
—Imaginaos, Doña Carmen le dijo a Pablo: «Cómprale un abrigo de piel, que se hiela en la parada». ¡Eso es cuidar de una!
—Nos trae la compra entera. Mira lo que falta y lo pide ella.
—¡Para mi cumple, el último iPhone! Dijo: «Te toca estrenar». ¡Es un sueño de suegra!
Cuando Sofía se quedó embarazada, Doña Carmen se volvió una santa. Pedía citas con los mejores médicos, traía fruta de temporada, ropa abrigada, vitaminas.
Pero cuando nació Lucía… todo cambió.
La suegra venía cada día. La bañaba, la alimentaba, lo controlaba todo.
—Das poca leche porque no te esfuerzas.
—¡Me esfuerzo! —respondía Sofía, al borde del llanto.
—¡Anda ya! Eres una dormilona. Por eso bostezas tanto.
Yo le pedí a mi madre que viniese menos. Se enfadó. Empezaron las llamadas sin parar:
—¿Cómo está Lucía? ¿Qué ha comido? ¿Cómo ha dormido?
—No olvides ventilar. ¡Pero que no coja frío!
—¿El puré bien hecho? ¡Sin grumos!
Sofía empezó a odiar en silencio tanta “ayuda”. No la escuchaban, no la respetaban. Solo era la criada de su hija.
Un día, tras otro sermón sobre la comida, explotó:
—¡Déjeme en paz!
—¡Y yo qué! —replicó mi madre—. Tú me importas un bledo. Lo único que me importa es Lucía. ¡Y te vigilaré, te guste o no!
Una hora después, Sofía salió con la niña. Al pasar por la farmacia, recordó que necesitaba agua oxigenada. Dejó el carrito en la puerta, entró un momento… y al salir, no estaba.
El mundo se le vino encima.
Gritos, lágrimas, gente, policía… Yo llegué en media hora.
Entonces, sonó el teléfono.
—Hijo, ¿dónde estás?
—¿Mamá? —casi no podía respirar.
—Encontré a Lucía. ¡Estaba sola! ¿Cómo se te ocurre dejar a la niña con Sofía?
—¡Voy para allá!
—Tranquila, no llores —le decía a Sofía—. Lucía está con mi madre.
—¿CON TU MADRE? —palideció—. ¿Fue… ella?
—Sí.
El escándalo fue monumental. Mi madre se justificó:
—Quería darle una lección. ¡Para que aprenda a cuidar de una hija!
—¿Una lección? —rugí—. ¡Podíamos haber llamado a la policía! ¿En qué estabas pensando?
—¡Me da igual! Lo hice por su bien.
—Y como siempre, salió todo mal.
Sofía, pálida, dijo fríamente:
—No la perdono. No llames. No te acerques. Para Lucía, no tienes abuela.
Y así seguimos. Mi madre no viene. No puede llamar; la bloqueamos. Si Sofía la ve por la calle, se lleva a Lucía en otra dirección.
Pronto Lucía cumplirá tres años. Su abuela es una extraña para ella.
Hoy lo escribo y pienso: el cariño no es control, ni imposición. Querer a alguien es respetar su espacio, su ritmo. Cuando olvidamos eso, perdemos más de lo que creemos ganar.