En una jaula dorada

**En una jaula de oro**

Almudena entró en el piso y comenzó a desvestirse en silencio, intentando no despertar a su madre. Contuvo un gemido al quitarse los zapatos nuevos que le habían dejado los pies en carne viva.

—¿Tan pronto? ¿Te escapaste? ¿No te gustó la fiesta? —La voz de su madre resonó desde el pasillo.

—¿Tú qué haces despierta? ¿Me estás vigilando? —replicó Almudena con brusquedad.

Su madre apretó los labios y se retiró a su habitación. Almudena sintió un pinchazo de culpa. No dormía por esperarla, por saber lo que había ocurrido, y ella la había tratado con rudeza. Entró en la habitación, se sentó junto a su madre en el sofá y la abrazó.

—No te hagas la simpática ahora. Si no quieres contar, no lo hagas. Ya me enteraré por la madre de Laura.

—Mamá, perdón. Estoy agotada, y los pies me matan. El restaurante era lujosísimo, habría unas cincuenta personas o más. Mucho ruido, mucha fiesta. Y Laura, con su vestido blanco, estaba preciosa. El novio, un Adonis… —enumeró Almudena.

—Entonces, ¿por qué te fuiste antes? —la interrumpió su madre.

—Mamá, todos eran tan *poderosos*, tan engreídos como pavos. Gente que no es de nuestro mundo. Además, me toca madrugar mañana.

—¿Madrugar? ¡Si es domingo! —su madre se quedó perpleja y la miró fijamente.

—Por eso mismo. Mañana te cuento con calma. Ahora, me voy a duchar. —Almudena le dio un beso en la mejilla y se retiró a su cuarto.

Con gesto de asco, se quitó el vestido elegante que, comparado con los trajes de los otros invitados, parecía barato y simple. Luego se duchó con furia, restregándose la espalda donde las manos húmedas de aquel hombre le habían dejado una sensación pegajosa.

Él la había arrastrado a bailar, ignorando sus excusas. ¿Qué iba a hacer, pelear en medio de la boda? La apretó contra su barriga, y Almudena sintió sus palmas sofocantes en su piel. Los tacones le arañaban los pies, pero aguantó hasta que terminó la canción.

Después, se sentó a su mesa y no dejó de servirle vino. Nadie se fijó en ella. Laura, su única conocida allí, estaba ocupada con los invitados y su flamante marido. Solo un par de veces, un hombre la miró con interés, pero no hizo nada para rescatarla de aquel pesado.

Inventó una excusa y escapó. Tomó un taxi y se fue a casa. No, no quería una boda así para ella. Todo era un teatro, con guion y personajes fijos. A ella le tocó ser comparsa.

No podía dormir. Le zumbaban en la cabeza los violines, el tintineo de las copas, los brindis, las risas forzadas. Recordó a aquel hombre. «Ojalá me hubiera sacado a bailar él y no ese cerdo sudoroso. Pero ni pensarlo», se dijo, dándose la vuelta en la cama.

El cálido septiembre dio paso a un octubre frío y lluvioso. Laura regresó de su luna de miel y la invitó a su casa para contarle todo.

A Almudena le picaba la curiosidad por ver cómo vivían los ricos. Pero no podía ir con las manos vacías. Después de clase, compró los pasteles favoritos de Laura en una confitería. Al salir, chocó con un hombre en la puerta. Él retrocedió para dejarla pasar.

—¿Eres tú? —dijo de pronto.

Almudena alzó la mirada y reconoció al misterioso hombre de la boda. La sorpresa la dejó clavada en el umbral.

—Sal, que estamos entorpeciendo —él rió y la tomó del brazo, apartándola de la puerta.

—Te escapaste de la boda como Cenicienta. No me dio tiempo ni a conocerte —sonrió, mostrando una dentadura perfecta.

—Pues no perdí el zapato —respondió ella, también sonriente.

—¿Vas a casa? Déjame que te lleve —propuso él.

—No, voy a casa de Laura, la novia de aquel día. ¿No ibas a entrar? —Almudena arqueó una ceja.

—¡Estoy tan contento de encontrarte que renuncio a todos los pasteles del mundo! —dijo, señalando la caja de la tienda en su mano—. Vamos. —La tomó delLa tomó del brazo y la guió hacia su todoterreno, y en ese momento, mientras el motor rugía, Almudena sintió que su vida daba un giro del que no habría vuelta atrás.

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