En una jaula dorada

**En la jaula dorada**

Lucía entró en el piso y comenzó a desvestirse en silencio, intentando no despertar a su madre. Contengo un gemido al quitase los zapatos nuevos que le habían destrozado los pies.

—¿Tan temprano? ¿Te escapaste? ¿No te gustó la boda? —Su madre asomó en el recibidor.

—¿Y tú qué haces despierta? ¿Me estás vigilando? —respondió Lucía, brusca.

Su madre apretó los labios y volvió a su habitación. Lucía sintió un pinchazo de culpa. Su madre no dormía, la esperaba, quería saber noticias, y ella le había hablado mal. Entró en la habitación, se sentó junto a su madre en el sofá y la abrazó.

—No te arrimes ahora. Si no quieres, no cuentes. Ya me enteraré por la madre de Laura.

—Mamá, perdón. Estoy agotada, los zapatos me han matado. El restaurante era lujoso, habría unos cincuenta invitados o más. Ruidoso, divertido. Y Laura, con su vestido blanco, estaba impresionante. Y el novio, guapísimo… —enumero Lucía.

—¿Entonces por qué te fuiste antes? —la interrumpió su madre.

—Mamá, todos eran gente importante, engreídos como pavos. En fin, no eran gente normal. Y mañana tengo que madrugar.

—¿A qué? Mañana es domingo —se sorprendió su madre, mirándola con atención.

—Pues por eso. Mañana te cuento. Bueno, me voy a duchar. —Lucía le dio un beso en la mejilla y se marchó a su cuarto a cambiarse.

Con desdén, se quitó el vestido elegante que, comparado con los de los demás invitados, parecía barato y sencillo. Luego se duchó, restregando con fuerza la esponja en la espalda, donde las manos sudorosas de aquel hombre la habían tocado.

Él la había invitado a bailar, ignorando sus excusas. No iba a pelearse con él. La apretó contra su gran barriga, y ella sintió sus palmas húmedas y calientes en su espalda. Los tacones le clavaban los pies. Aguantó como pudo hasta que terminó el baile.

Luego, se sentó a su mesa y no paró de servirle vino. Nadie parecía importarle. La única conocida en la boda, su amiga Laura, estaba ocupada con los invitados y su flamante marido. Solo un par de veces captó la mirada interesada de otro hombre. Pero él no hizo nada por rescatarla del pesado pretendiente.

Dijo que iba al baño y escapó. Tomó un taxi afuera del restaurante y se fue a casa. No, no quería una boda así para ella. Todo ensayado, como una obra de teatro donde cada uno tenía su papel. Lucía se sintió como un figurante.

Tardó en dormirse. La música, el tintineo de las copas, los brindis y las risas aún resonaban en su cabeza. Recordó a aquel hombre. “Ojalá me hubiera invitado a bailar a mí, y no este cerdo baboso. Y no pienses más en él”, se dijo, girándose en la cama hasta que, por fin, el sueño la venció.

El cálido septiembre dio paso a un octubre frío y lluvioso. Laura volvió de su viaje de novios y la invitó a su casa, para contarle sus aventuras.

A Lucía también le picaba la curiosidad por ver cómo vivían los ricos. Pero no podía ir con las manos vacías. Después de clase, entró en una pastelería y compró los dulces preferidos de Laura. Salía del local cuando, en la puerta, chocó con un hombre. Él retrocedió para dejarla pasar.

—¿Eres tú? —dijo de pronto.

Lucía levantó la vista y reconoció al misterioso hombre de la boda de su amiga. La sorpresa la dejó clavada en el umbral.

—Sal, que estamos estorbando —él rio y tiró de su mano hacia un lado—. Huiste tan rápido de la boda, como Cenicienta. Ni siquiera pude presentarme. —Sonrió, mostrando unos dientes blancos y perfectos.

—Pero no perdí el zapato —Lucía también sonrió.

—¿Vas a casa? Deja que te lleve —propuso él.

—No, voy a casa de mi amiga, la novia de aquella boda. ¿Cambiaste de idea y ya no vas a comprar? —Lucía arqueó una ceja.

—Estoy tan contento de este encuentro que sacrificaría todos los dulces del mundo —dijo, al ver la caja de la pastelería en sus manos—. Vamos. —La tomó del brazo y la guió hacia su todoterreno.

Nunca había viajado en un coche tan grande y cómodo; en realidad, tampoco viajaba mucho en coches normales. Él conducía con seguridad, sin preguntar la dirección. Lucía empezó a inquietarse.

—Sé dónde vive tu amiga. Su marido y yo somos socios y amigos —explicó él, notando su mirada asustada.

De camino, le contó que se llamaba Javier, que estaba divorciado, que tenía un labrador…

“Rico, guapo, exitoso. Y agradable. Justo como quiere mi madre”, pensó Lucía.

—¿Por qué llegas tan tarde? Ya estaba preocupada —le reprochó su madre cuando Lucía volvió a casa.

—Fui a ver a Laura. Y vaya casa tiene ahora… —para satisfacción de su madre, Lucía describió con lujos detalles la mansión y a su amiga, bronceada en pleno otoño gris.

—¿Y cómo llegaste allí? Ahora vive en “La Colina de los Ricos”.

Así llamaban despectivamente los vecinos al exclusivo urbanización donde se habían instalado los ricos de la ciudad.

—Me llevó un conocido —respondió Lucía de mala gana, lamentando haber dado pie a más preguntas.

—¿Os conocisteis en la boda? Espero que sea de “esa gente”. ¿Le diste tu número, al menos?

—Sí, mamá, se lo metí a la fuerza —dijo irritada.

—¿Y por qué esa cara? Un hombre con dinero se fija en ti, y tú, como siempre, poniéndote farruca.

—No me he puesto farruca. Le di mi número. ¿Ya? ¿Se acabó el interrogatorio?

—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás así?

—Me cansan tus preguntas. ¿TanEl tiempo pasó, y mientras el sol se ponía sobre el tejado de la peluquería, Lucía, mirando a su hijo en brazos de Saúl, sonrió al pensar que la verdadera riqueza no estaba en los bolsillos, sino en el corazón.

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