En silencio, como es
Cuando Lucía dijo *«estoy harta de callarme»*, no gritó. Solo dejó el tenedor sobre la mesa, miró por la ventana y lo soltó—tranquila, casi rutinaria. Como quien dice *«hay que sacar la basura»* o *«olvidé comprar leche»*. Sin dramatismo, pero de un modo que la habitación quedó muda de golpe, como si hubieran apagado el sonido.
Javier alzó la vista del móvil, pero no entendió al instante. Oyó su voz, pero el significado le llegó después, como un sonido al otro lado del agua. La miró, luego de nuevo la pantalla—como si hubiera un cristal entre ellos, opaco, que lo volvía todo indescifrable.
—¿De qué hablas?
—De nosotros. De cómo vivimos. En silencio.
No respondió. Volvió al móvil. *«Otra vez»*, pensó, aunque no había habido *otra vez* antes. Ella calló mucho tiempo. Demasiado. Él lo sabía, pero fingía no darse cuenta. Cómodo. Sin peleas. Sin pausas. Hasta que el silencio se volvió eterno.
Llevaban siete años juntos. Hubo de todo: viajes, discusiones, películas absurdas, amigos, reformas en casa. Peleaban por tonterías, se reconciliaban de madrugada en la cocina, compartían un trozo de pastel, decían bobadas al unísono. Luego, fue como si alguien bajara el volumen. Poco a poco. Primero dejaron de escucharse. Después, de terminar las frases. Los mensajes durante el día cesaron. *«¿Qué tal?»* desapareció. Y siguieron viviendo. Cocina limpia, hervidor encendido, facturas sobre la mesa. Sin sabor. Sin motivos. Sin *nosotros*.
—Aquí no me oigo, Javi. —Seguía mirando por la ventana—. Como si no existiera.
Él quiso decir algo importante. Que sí la escuchaba. Que no era así. Que estaba cansado, que la vida le absorbía. Que la quería, solo que había olvidado cómo decirlo. Pero las palabras no salieron. No por falta de amor, sino porque llevaba demasiado tiempo sin hablar en voz alta. Y había dejado de oírse.
Lucía se levantó, dejó la taza en el fregadero. Se puso la chaqueta. Cogió las llaves. Salió. Él no la retuvo. Ni siquiera supo si debía. Y eso fue lo más aterrador. No sus pasos hacia la puerta, ni el giro de la cerradura, sino lo fácil que ocurrió. Sin gritos. Sin un *«quédate»*. Demasiado natural, como si no se perdiera nada importante.
Caminó por la calle, y la nieve crujía bajo sus pies como en una película. La gente pasaba rápido, sin mirarse. Lucía se detuvo en un semáforo y, por primera vez en años, sintió que estaba *aquí*. No *donde debía*, sino simplemente presente. Ni en el pasado, ni en sueños. Una calma extraña, silenciosa, como si su cuerpo hubiera alcanzado por fin al alma.
Esa noche no fue a casa de una amiga ni de su madre. Solo vagó por la ciudad, girando al azar. Entró en una panadería donde solían ir con Javier. Compró un bollo de anís. Se sentó junto al cristal, sin quitarse el abrigo. Olía a canela, vainilla y algo perdido en la memoria. Y, por primera vez en mucho tiempo, no quiso analizar, explicar ni entender. Solo *vivir* esa noche. Para ella. Sin papel que interpretar. Sin espectadores.
Javier le escribió dos días después. Sin solemnidad. Solo: *«¿Dónde estás?»*. Casual, como si no surgiera de la añoranza, sino de la costumbre. Ella respondió: *«Vivo»*. Sin punto final. Sin emoción. Así, nada más. Él no volvió a escribir. Y ella no esperó. No por falta de ganas, sino porque, por primera vez, sintió que podía *no esperar*.
Pasaron dos semanas. Luego un mes. Alquiló un piso en las afueras, con ventanales y vistas a un aparcamiento donde gritaban las gaviotas al amanecer. Empezó a pasear por las mañanas—no por obligación, sino porque su cuerpo pedía movimiento. Adquirió el hábito de escribir tres líneas al día en un cuaderno. No sobre sentimientos. Solo lo que veía: quién le sonreía, dónde reinaba el silencio, las manos de la cajera, el olor del tranvía. Su manera de estar *aquí*, donde todo ocurría por primera vez, sin rutina, sin Javier.
A veces pensaba en él. Sin rabia. Sin nostalgia. Solo como alguien con quien alguna vez respiró al mismo ritmo. Con quien vio las mismas películas, rio de las mismas tonterías. Hasta que cada uno miró hacia su pantalla. Con quien *fue*. Con quien *dejó de ser*. Y se acabó. Sin drama. Sin final. Sin palabras grandilocuentes. Así, como se apaga una canción en una habitación vacía cuando nadie pulsa *repetir*. En silencio, como es.
A veces, lo que hace falta no es *«vuelve»*, *«entiéndeme»* ni *«escúchame»*. A veces, solo hay que dejar de esperar que otro hable por ti. Y empezar a hacerlo. Con inseguridad. Con torpeza. Pero en voz alta. Para oírse de nuevo. Para *ser*.