A quién creer si no es a tu madre
Aina recuerda su infancia feliz, aunque ahora tenga veinticinco años, ya ha conocido de todo en la vida: alegrías, disgustos y engaños.
Cuando el joven y valiente teniente Adrián, recién graduado de la academia militar, le propuso matrimonio a su novia Lucía, ella no podía creérselo. Llevaban saliendo más de dos años, mientras Adrián estudiaba, y sus citas eran escasas. A los cadetes no los dejaban salir con frecuencia.
“Luci, vamos a registrar el matrimonio cuanto antes. Nos casaremos, luego me iré a mi nuevo destino y prepararé todo. Tú vendrás después y yo te recibiré”, decía Adrián, contento por haber terminado sus estudios, recibido sus galones y su rango, y además, pronto sería un hombre casado y formal.
“Estoy de acuerdo”, respondió Lucía, feliz. Hacía tiempo que quería irse de casa, lejos de su padre borracho y siempre peleón. Tampoco sentía mucho cariño por su madre.
La madre de Lucía defendía a su padre cuando estaba sobrio, le servía la comida en bandeja, pero luego todo volvía a empezar. A su hija casi no le hacían caso, con tal de que tuviera qué comer y ponerse. El sueldo de su padre se lo sacaba su madre a gritos, hasta que él se lo gastaba todo en alcohol.
En resumen, no había visto nada bueno en la vida.
“Cuando yo tenga una hija”, soñaba Lucía, “la querré y la criaré de otra manera. No habrá peleas en mi casa, porque nunca me casaré con un hombre como mi padre. Encontraré a alguien bueno”.
Lucía se reunió con Adrián en un pequeño pueblo de Castilla, donde estaba destinado. Aunque el pueblo era pequeño, les dieron un piso de una habitación. Adrián se había ocupado de amueblarlo a medias con mobiliario del ejército y algunas cosas que compró él mismo.
“Adrián, qué feliz soy. Ahora estamos juntos y no necesitamos a nadie más. Y aquí yo soy la dueña”, decía Lucía mientras su marido la abrazaba, satisfecho.
Un año y medio después nació su hija, Aina. Fue entonces cuando Lucía tuvo que apañárselas casi sola. Su marido estaba siempre de maniobras o de servicio, y rara vez podían bañar juntos a la niña por la noche. Adrián llegaba cuando su hija ya dormía y se iba igual. Claro que la echaba de menos.
Pasó el tiempo. La niña creció, y a Adrián lo trasladaron a otra ciudad, un pueblo grande, pero al menos no era un lugar tan pequeño. Luego los movieron otra vez, y así Aina fue cambiando de colegio. Recorrieron media España hasta que un día su padre llegó a casa y anunció:
“Bueno, nos vamos a una gran ciudad, seguramente nos quedaremos allí para siempre”.
“Por fin. Te lo has ganado”, dijo Lucía. “Estoy harta de ir de guarnición en guarnición. Otros viven en un sitio fijo”.
“Lucía, soy militar, podrías haberte casado con un civil. No entiendo de qué te quejas. Tienes piso, coche, dinero…”.
Pero Lucía, al parecer, había heredado el carácter de su madre. Con el tiempo, tampoco le hizo caso a su hija, y Aina, cuanto más crecía, más se apegaba a su padre. Entre ellos había una gran complicidad. A Lucía le daba igual.
Les dieron un piso de tres habitaciones en el centro. Antes vivían en pisos más pequeños, pero cuando entraron en este, se quedaron sin palabras. A Aina le encantó el balcón, desde el décimo piso se veía una vista espectacular.
Aina iba a un buen colegio. Su padre seguía en el ejército, y su madre también trabajaba. A menudo, Aina veía y oía cómo su madre discutía con su padre. Él callaba, mientras Lucía siempre le exigía algo. Empezaban peleas de la nada. Aina sentía pena por su padre, que salía al balcón, se sentaba en una silla a leer el periódico y esperaba a que su mujer se desahogara. Ella no se atrevía a seguir discutiendo allí, no fuera a correrse la voz entre los vecinos.
Dos años después, sus padres se divorciaron. Aina se quedó con su madre, y su padre se mudó a otro barrio. Adrián dejó el piso a su exmujer y a su hija.
“Aina, ven a verme los fines de semana o en vacaciones. Aquí tienes la dirección”, dijo su padre al irse. Ella apretó el precioso papel con la dirección y lo escondió bien lejos de su madre.
Aina visitaba a su padre en vacaciones. Paseaban juntos por el parque, iban al cine, comían helados. Su madre, al parecer, guardaba mucho rencor hacia su exmarido, y lo pagaba con su hija. Cuando Aina llegó a secundaria, aprendió a defenderse. Entre ellas había una paz fría, pero vivían como extrañas.
Cuando llegó el momento de decidir si estudiar en su ciudad o en otra, Aina no lo dudó. Quería alejarse de su madre. Entró en la universidad, vivió en la residencia y se sintió aliviada. Aliviada de no ver a su madre.
“En vacaciones iré a verla y también a mi padre”, pensaba.
Pero cuando llegaron las vacaciones y volvió a casa, la decepción fue grande. Su madre no vivía sola, sino con Carlos, un hombre solo siete años mayor que Aina. Era la primera vez que veía a un borracho en casa. Su padre apenas bebía, solo en ocasiones especiales, así que le resultó chocante. Carlos siempre estaba bebido. Aina nunca supo si trabajaba o no, pero a veces salía y volvía en el mismo estado.
“Mamá, ¿de verdad te gusta que Carlos esté siempre borracho?”, preguntó Aina un día, sin poder aguantarse. “Encima se pone a gritar”.
“No es asunto tuyo, no te metas. Carlos ha tenido una vida difícil. Si no te gusta, vete con tu padre, aquí nadie te retiene”.
Aina se fue a casa de su padre porque, la víspera, cuando su madre no estaba, Carlos entró en su habitación. Por suerte, su madre llegó a tiempo. A la mañana siguiente, Aina hizo la maleta y se marchó. Dos días después volvía a la universidad. No entendía por qué su madre justificaba a Carlos, aguantaba sus peleas e incluso que le levantara la mano.
“Mientras Carlos viva en ese piso, no piso yo esa casa”, decidió.
Y así fue. En cuarto de carrera, después de los exámenes, Aina fue a ver a su padre, que ahora vivía con otra mujer, Ana, que era amable y la trataba muy bien. Pero, justo al llegar, un coche la atropelló. Terminó en el hospital con una pierna rota.
Su padre la visitaba, y a veces iba Ana sola porque él estaba de viaje. Aina decidió avisar a su madre y la llamó.
“Mamá, estoy en el hospital”. Lucía prometió ir.
Fue, se lamentó un poco, y al segundo día apareció con una mujer desconocida.
“Hija, esta es la notaria. Tienes que firmar unos papeles. Tu padre no se ha preocupado, pero yo no dejaré a mi hija sin techo. Cuando yo falte, tendrás un piso. Te lo prometo, palabra de honor”.
Aina firmó. Luego se licenció y se quedó en esa ciudad. Encontró trabajo. Soñaba con comprarse un piso, pero ¿con qué dinero? Aun así, no se rendía.
Un día llamó a su madre.
“Mamá, ¿cómo estás? ¿Qué tal todo?”.
“Bien, tirando. Me he separado de Carlos, estaba hart