En línea: El despertar de doña Esperanza entre radios, teléfonos y el reto de un nuevo móvil — Una historia sobre aprender a comunicarse en la familia española de hoy

Te cuento la historia de Carmen Jiménez, una mujer de setenta y cinco años de Valladolid, de esas de toda la vida, con bata de cuadros y zapatillas gastadas de andar por casa. Todas sus mañanas seguían el mismo ritual: llenaba la tetera de agua, la ponía en la vitrocerámica antes era fuego, pero ahora son otros tiempos, echaba dos cucharadas de té a su vieja tetera de porcelana, esa que tiene las flores gastadas y que le trae recuerdos de cuando los niños correteaban por el pasillo y el futuro parecía larguísimo. Mientras el agua comenzaba a hervir, Carmen ponía la radio y escuchaba la SER, las noticias de las ocho. Los locutores tenían voces tan familiares que sentía que los conocía de toda la vida.

En la cocina, justo encima de la estantería donde guarda los ajos y las ollas, colgaba un reloj con agujas amarillas y números grandes. Ese reloj siempre cumplía, pero el teléfono fijo que tenía bajo él, ese de los de toda la vida, sonaba cada vez menos. Antes, era raro el día que no tronara por las tardes cuando sus amigas, como Mercedes o Rosario, la llamaban para rajar del último capítulo de “Cuéntame” o comentar cómo les iba la tensión. Pero muchas ya vivían en otras ciudades, con sus hijos y nietos en Barcelona o Valencia, y otras cómo duele decirlo ya no estaban.

El teléfono, ese modelo blanco con auricular pesado que encaja en la palma como si fuera parte del cuerpo, ahora era casi un adorno. Al pasar, Carmen lo acariciaba con la yema de los dedos, comprobando que aún estaba ahí, que no era un fantasma del pasado.

Sus hijos, claro, ya solo usaban el móvil. Bueno, los veía chatear todo el día, pero rara vez era para llamarla; siempre estaban atentos a sus pantallas. Su hijo Luis, sin ir más lejos, podía parar de hablar de repente para mirar un mensaje, decía “un momento” y tecleaba algo con el pulgar. Y la nieta, Inés, tan delgada y vivaracha con su coleta, parecía tener el móvil pegado a la mano. Allí tenía sus amigas, sus juegos, las tareas del instituto, la música. Todo estaba en ese aparatito.

A Carmen le habían comprado hace años, cuando estuvo ingresada por la tensión, un móvil de esos antiguos, de los de botones grandes y números enormes.

“Para estar localizados siempre”, le dijo Luis al regalárselo.

Lo tenía en la entrada, en un estuche gris junto a los pañuelos de papel. A veces se olvidaba de cargarlo, otras ni lo encontraba en el bolso entre tantos tickets del supermercado y caramelos de limón. Y claro, cuando sonaba, si no era porque alguien se equivocaba o era una revisión de la Seguridad Social, Carmen casi nunca era lo bastante rápida para contestar. Luego se pasaba el día dándole vueltas a su torpeza.

Ese día cumplía setenta y cinco. Le parecía una edad enorme, como si no fuera cosa suya. Por dentro se sentía con sesenta y pico, como mucho. Pero el DNI no engaña, y las arrugas tampoco. Así que el día fue como siempre: té, radio y la pequeña tabla de ejercicios para las rodillas que la doctora del centro de salud le recomendó. Luego sacó la ensaladilla del frigo, preparó una tarta de las que hacía su madre, con manzana y canela y dejó la mesa puesta. Los chicos iban a venir a comer. Quedaron para las dos.

Ahora los cumpleaños se organizaban por el “grupo de WhatsApp”, ese invento que a Carmen todavía le sonaba a chino. Un día Luis le soltó:

Mamá, con María hablamos todo en el grupo familiar, ya te enseñaré algún día.

Pero nunca encontraba el momento. La palabra “chat” le parecía de otro planeta, como si la gente viviera metida en ventanitas y solo supiera hablar con letras.

A las dos entró la tropa: primero el nieto Álvaro, con la mochila y los cascos. Detrás, Inés, y luego Luis y su nuera María, hasta arriba de bolsas. En cuanto entraron, la casa se llenó de vida, de ese bullicio que Carmen tanto echaba de menos. Olía a pasteles de la confitería, al perfume de María, y a algo fresco, una mezcla a mitad de camino entre ciudad y campo, que Carmen no supo ni definir.

¡Felicidades, mamá! la abrazó Luis, de esos abrazos rápidos, con prisa.

Sacaron los regalos, los colocaron en la mesa y pusieron las flores en un jarrón. Inés, sin perder el tiempo, pidió la clave del wifi. Luis, haciendo memoria, rebuscó en la cartera un papel arrugado y empezó a recitarle una ristra de letras y números que a Carmen la dejaron mareada.

Abuela, ¿cómo no estás en el grupo? le soltó Álvaro. Es que ahí está todo el jaleo.

Pues hija, a mí ya me vale con este móvil, dijo, empujándole una porción de tarta torrada a Álvaro. No necesito nada más.

Mira, mamá intervino María, con ese tono seguro que tenía cuando quería convencer, va justo de eso el regalo.

Luis sacó de una bolsa una cajita blanca, reluciente, con dibujitos en relieve. A Carmen le entró el sudor frío, ya veía venir de qué iba aquello.

Un smartphone dijo Luis, como si dictara sentencia, normalito, pero apañado. Tiene cámara, internet y de todo.

¿Y para qué lo quiero yo? intentó que su voz no temblara.

Para que podamos hablar por videollamada, mujer María cogió el relevo, en el grupo mandamos fotos, avisos, todo. Y mira, para pedir cita en el centro de salud también va bien. Ya nos dijiste que en el ambulatorio hay colas interminables.

Bueno, me las apaño empezó Carmen, pero Luis puso cara de venga, mamá, por favor.

Mamá, así nos quedamos más tranquilos. Si necesitas algo, nos escribes en un momento. Y si quieres llamarnos, solo tienes que darle a una tecla.

Luis intentó dulcificar su voz, pero Carmen no pudo evitar sentir un pinchazo en el pecho. Acordarse de la tecla verde, pensó con rabia, como si ya no valiera para nada.

Vale, hombre, si os quedáis tranquilos aceptó, bajando la mirada.

Abrieron la caja entre todos, como antaño hacían con los Reyes. Solo que ahora los niños eran altos y ocupaban media cocina, y Carmen en el centro, como si la estuvieran examinando. Del paquete sacaron un rectángulo negro, frío y brillante. Ni un solo botón a la vista.

Se maneja todo con el dedo explicó Álvaro, fíjate.

Pasó el dedo y aquello se encendió con lucecitas y dibujos de colores. Carmen dio un pequeño respingo. Le pareció complicado, como si fuera una máquina misteriosa que fuera a pedirle contraseñas y mil cosas ininteligibles.

No te preocupes dijo Inés con una dulzura poco usual, te lo dejamos listo. Tú solo espera a que te expliquemos.

Eso dolió más que cualquier otra cosa. No toques nada, pensó, igualito que cuando decían a los críos que no rompieran nada valioso.

Después de comer, se fueron todos al salón. Luis se sentó a su lado en el sofá y le puso el teléfono en las rodillas.

Mira, esto enciende el móvil. Pulsas y sale el fondo de pantalla. Para entrar, pasas el dedo. Así.

Luis iba a toda velocidad, pero la cabeza de Carmen no daba para tanto: inicio, bloqueo, deslizar todo era un idioma nuevo.

Espera, despacio, pidió ella, que luego se me va.

Bah, mujer, es más fácil de lo que parece, te acostumbrarás, le tranquilizó Luis.

Claro que no iba a acostumbrarse de un día para otro, Carmen lo sabía. Necesitaba tiempo, y sobre todo, aceptar que ahora el mundo cabía en ese cacharro y que, le gustase o no, tenía que aprender a usarlo.

Por la tarde, Luis y María le guardaron los teléfonos de todos: hijos, nietos, la vecina Pilar y la doctora del ambulatorio. Luis le instaló el WhatsApp, puso letras grandes para que no tuviera que forzar la vista y la metió en el grupo familiar. Allí le enseñó el chat y cómo escribir.

Mira, aquí puedes poner mensajes. Hasta puedes mandar audios dándole aquí al micro.

Carmen lo intentó, pero los dedos le temblaban. Donde quería escribir gracias le salió gracjas. Todos se descojonaron: María, Luis, Inés ella agachó la cabeza sintiéndose torpe, con una vergüenza antiguamente reservada para la escuela.

Cuando se marcharon, la casa se quedó en silencio otra vez. En la mesa, la tarta medio comida, las flores y la caja del móvil. El móvil, negro y reluciente, quedó boca abajo. Lo giró con cuidado, le dio a la tecla lateral como le explicó Luis. En la pantalla apareció una foto que habían puesto entre las dos nietas: la familia entera en Nochevieja. Ella, con vestido azul marino, sonriendo a medias. Casi dudando de estar allí.

Deslizó el dedo: mil iconos y aplicaciones. Recordó lo de no toques nada raro. Pero ¿cómo saber qué era raro y qué no?

Dejó el aparato encima de la mesa y se fue a fregar los platos. Que se fuera adaptando, pensó. Que se acostumbrara a la casa.

Al día siguiente amaneció temprano. Lo primero que hizo fue mirar el teléfono nuevo. Seguía allí, como un pez fuera del agua. El miedo había bajado un poco. Al fin y al cabo, no era más que una cosa. Había aprendido a usar el microondas después de todo, aunque al principio aquello también le imponía.

Hizo el té, se sentó y acercó el móvil. Lo encendió. Las manos le sudaban. Volvió a salir la foto. Tocó la pantallita, buscó el icono de la llamada, ese verde, al menos eso le sonaba. Pinchó. Salieron los contactos: Luis, María, Inés, Álvaro, Pilar Marcó a su hijo. El móvil vibró, hizo ruiditos. Lo puso en la oreja, igual que el de antes.

¿Diga? descolgó Luis, sorprendido ¿Mamá? ¿Está todo bien?

Todo bien, hijo. Quería probar si funcionaba le contestó, sintiéndose valiente.

Ya ves, mujer, si te lo dije. ¡Muy bien! Solo que mejor usa el WhatsApp, que es gratis le aconsejó.

¿Y eso cómo es? preguntó Carmen.

Ya te lo enseño luego, que ahora estoy en el trabajo.

Colgó ella solita. El corazón le latía a mil, pero por dentro sentía algo de orgullo.

Horas más tarde, el móvil tintineó. Un mensaje en el grupo: ¿Abu, qué tal vas? Era de Inés. Debajo, una ventanita para responder. Carmen miró y remiró, hasta que se atrevió a darle: apareció el teclado. Se equivocó varias veces, borró, volvió a intentarlo. Al final escribió: Todo bien. Tomando té. Se coló una letra, pero lo mandó igual.

Al minuto, ¡Abuela, lo has hecho tú sola?, y un corazón.

Carmen sonrió, sintiendo por dentro la calidez del primer paso.

Por la noche vino Pilar, la vecina, a traerle una tarta de hojaldre.

Me han dicho que ya tienes móvil de esos listos le soltó, colgando la chaqueta.

Un smartphone, sí. Es más trasto que yo, pero bueno, ahí está, le respondió Carmen, con un toque de orgullo.

Mi nieta también quiere que me compre uno. Pero yo ya soy vieja para eso. Que se apañen ellos y sus historias.

Lo de “ya es tarde” le dolió un poco. Carmen había creído lo mismo, pero aquel aparato parecía estar diciéndole justo lo contrario: que nunca es tarde si tienes ganas.

Días después, Luis la llamó: ya estaba apuntada con la médica, sin pisar el centro de salud.

¿Y eso? preguntó sorprendida.

Por internet, mamá. Lo tienes en un papel: user y contraseña. Lo guardé bajo el teléfono.

Buscó el papel y allí, en una letra pequeña, encontró los datos. Como si fuera una receta médica: todo claro pero, en el fondo, incomprensible.

Por fin, decidió probar. Encendió el móvil, buscó el navegador (ese globo terráqueo azul), metió los datos a paso de tortuga. Se confundió un par de veces, se le borró todo. Maldijo en bajito. Hasta que, al fin, logró entrar. Vio las franjas azules y el menú: Introduzca usuario, Contraseña. Lo rellenó. Entró. El sistema le decía que estaba todo registrado.

Pero la batalla era diaria. Cuando no era entrar, era enviar un mensaje, meter una foto, borrar otra. El miedo a fastidiar algo era constante. Llegó a llamar a Luis, un día de esos de frustración máxima:

No me aclaro con los dichosos códigos, le dijo.

Te lo explico en cuanto pase, mamá. O que te lo enseñe Álvaro, ¡él controla un montón!

Esa noche, Álvaro, muy paciente, se sentó con ella. Le ayudó paso a paso: cómo moverse por la web, cómo mirar la cita, cómo anularla.

¿Y si me equivoco? preguntó Carmen.

Pues lo vuelves a hacer. No pasa nada, abuela.

Para él fácil, para ella un mundo.

Los pequeños logros le sabían a gloria. Una semana después, cuando de verdad necesitó ir al médico y no encontraba su cita, luchó contra el pánico, respiró hondo y volvió a hacerlo todo desde cero. Consiguió apuntarse otra vez y mandó mensaje por WhatsApp a la doctora. Cuando le contestaron en mayúsculas que todo estaba listo, Carmen sintió una alegría de esas que te dejan en paz contigo misma.

Ese día escribió en el grupo familiar: He pedido cita yo sola. Por internet. Sin acentos, le daba igual. La primera, Inés: ¡Eres una crack!. Luego María: Orgullosa de ti, mamá. Hasta Luis le puso: ¿Ves cómo podías?. Cada mensaje era un empujón, una señal de que, si bien no era la más moderna, sí estaba conectada.

Unas semanas después, decidió probar la cámara. Quería enseñar cómo iban sus tomates en las macetas del balcón. Consiguió hacer la foto, le salió regular, pero la mandó al grupo con un: Ya van creciendo los tomates.

Sobra decir que las respuestas llegaron en segundos: selfies de Álvaro en clase, Inés con libros, María con su ensalada y hasta Luis con cara de cansado en la oficina. Se rió en voz alta. Nada como ver a la familia ahí mismo, alrededor de la mesa aunque estuvieran cada uno en una punta.

Por supuesto, cometía errores. Un día mandó una nota de voz al grupo donde se le oía quejarse del telediario risas aseguradas; otra vez preguntó en el grupo, delante de toda la familia, cómo borrar una foto. Pero a esas alturas ya no le importaba ni equivocarse, ni que se rieran con ella.

Aún se le cruzaba a veces el miedo a los actualizar sistema o a darle a un botón equivocado. Pero poco a poco, se atrevía a buscar recetas en Google, mirar la hora del bus, y hasta leer la prensa desde el sofá. Un día encontró la receta de la empanada como la hacía su madre. Les mandó foto del resultado, con la notita: Así la hacía la abuela María. El grupo se llenó de corazones y exclamaciones.

El teléfono fijo seguía en la pared, como una reliquia, pero ya no era el único cable que la unía a los suyos. Ahora tenía ese hilo invisible, fuerte aunque no se viera.

Una tarde, al anochecer, repasaba los mensajes: fotos de Luis trabajando, memes de Inés, bromas de Álvaro, recados de María. Entre medias, sus aportaciones: tomates, recetas, notas de voz. Y se dio cuenta de que no era solo una espectadora, sino que ahora también estaba presente. Aunque los nietos le hablaran en ese idioma de gifs y emojis, ahora sabía que sus palabras también llegaban, y que su voz, tan castiza y pausada, encontraba eco en sus móviles.

El móvil vibró. Inés le decía: “¡Abu, mañana tengo examen! ¿Te puedo llamar luego para contarte cómo me ha ido?”

Sonrió. Marcó despacio, para no fallar: “Por supuesto. Siempre te escucho”. Y lo envió.

Dejó el móvil en la mesa, al lado de su taza de té. En la casa había silencio, pero Carmen ya no sentía la soledad de antes. Ahora, a un dedo de distancia, tenía a los suyos. Y con eso, te juro, la vida se le hacía un poquito más luminosa.

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MagistrUm
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